Si le preguntamos a alguien en la calle qué cree que pasa dentro de una cárcel, probablemente nos responderá con lo que ha visto en series o noticieros: peleas constantes, pandillas enfrentadas, abusos por parte de los guardias y una sensación de peligro permanente.
Pero la realidad es diferente. Sí, hay violencia, hay corrupción y hay peligro, pero la mayor parte del tiempo la cárcel es otra cosa: es monotonía, es desgaste mental, es la sensación de que los días se repiten hasta que uno pierde la noción del tiempo. Lo que no se cuenta es que la cárcel es más que un castigo físico: es un castigo mental.
Aquí no todos son criminales despiadados, ni todos los guardias son monstruos sádicos.
Aquí, la gran mayoría de los internos están simplemente sobreviviendo. Hay quienes
entraron siendo una persona y se transformaron en otra, algunos porque encontraron en el encierro una forma de reflexionar sobre sus vidas, otros porque la cárcel los endureció tanto que ya no queda nada de lo que eran antes.
Este capítulo trata de lo que pasa cuando las cámaras no están mirando. De las historias que no se cuentan, de los pequeños detalles que hacen del encierro una experiencia mucho más compleja de lo que la gente imagina.
La cárcel es tiempo muerto
Lo primero que muchos descubren cuando entran en prisión es que el tiempo cambia de ritmo. Afuera, las horas pasan rápido, los días están llenos de actividades, compromisos, distracciones. Adentro, el tiempo se estira, se vuelve pesado.
Los primeros días son los más difíciles. No hay muchas cosas qué hacer más allá de mirar las paredes, escuchar los ruidos del pabellón y tratar de entender en qué lugar de la jerarquía interna se encuentra uno. Los presos nuevos suelen ser observados con desconfianza. Algunos buscan hacer amigos rápido para no sentirse solos; otros prefieren mantenerse en silencio hasta entender bien cómo funciona todo.
Con el tiempo, la rutina se impone. Cada día sigue el mismo patrón: el llamado de lista, la comida servida en bandejas de aluminio, el tiempo de patio, el encierro en la celda. Afuera, la gente se preocupa por cosas como pagar cuentas o planear vacaciones; adentro, las preocupaciones son más básicas: conseguir un colchón decente, evitar problemas, encontrar algo con qué distraerse.
Lo que no se cuenta sobre la cárcel es que la verdadera tortura no es la violencia física, sino la inactividad. La sensación de que el mundo sigue girando mientras uno está atrapado en el mismo lugar. Para muchos, el problema no es la celda ni las rejas: es el vacío que se siente cuando uno se da cuenta de que todo lo que tenía afuera sigue avanzando sin él.
Las reglas no escritas
Cada cárcel tiene sus propias reglas, y muchas de ellas no están en ningún manual. Son códigos que se aprenden rápido, porque no conocerlos puede significar problemas.
Una de las primeras reglas es el respeto. No importa quién seas ni por qué estás ahí, hay normas básicas que no se pueden romper. No mirar demasiado a alguien sin motivo, no meterse en problemas que no te conciernen, no hablar de lo que no se debe hablar.
El que entra creyéndose más de lo que es, tarde o temprano aprende a la fuerza que aquí nadie es más que nadie. No importa si afuera tenía dinero, poder o contactos. Adentro, todos son presos, y lo que importa es cómo se comportan en ese nuevo mundo.
Otro aspecto que no se cuenta sobre la cárcel es que la convivencia es forzada. No eliges con quién compartirás la celda, ni con quién estarás en el patio. Hay quienes se adaptan rápido y encuentran formas de convivir con los demás, y hay quienes nunca logran acostumbrarse. Para muchos, la mayor pesadilla no es el encierro, sino compartir el espacio con personas con las que no tienen nada en común.
Las visitas: la conexión con el mundo exterior
Si hay algo que mantiene a muchos presos con la cabeza en alto, es la visita.
El día de visita es diferente a los demás. Desde temprano, se siente la tensión en el aire.
Algunos internos pasan horas preparándose, afeitándose, eligiendo la ropa menos gastada que tienen. No importa qué tan duro sea un hombre dentro de la cárcel, cuando recibe la visita de sus hijos, su esposa o su madre, es otra persona.
Lo que no se cuenta sobre la cárcel es lo que significa una visita cancelada. La espera de horas, la ansiedad de ver si el nombre aparece en la lista de los que sí recibirán visitas ese día. Y cuando el nombre no está, cuando la persona que esperabas no llegó, la decepción pesa como una piedra en el pecho.
Hay internos que no reciben visitas nunca. Sus familias los abandonaron, o simplemente no tienen recursos para viajar hasta la prisión y en la provincia de Buenos Aires sucede que el mismo poder judicial malversa los fondos que son destinados para los pasajes que facilitan que las familias puedan visitar a sus seres queridos. Esos son los que más sufren el aislamiento, porque sin alguien que los espere afuera, la cárcel se convierte en un destino sin salida.
La violencia: mito y realidad
Se habla mucho de la violencia en la cárcel, y sí, existe. Pero no es como en las películas, donde cada día hay un enfrentamiento a cuchillo.
La mayoría de los conflictos dentro del penal no son por grandes disputas, sino por cosas mínimas: una palabra mal dicha, una mirada que se interpretó como una falta de respeto, una deuda no pagada. A veces la tensión se siente en el aire y todos saben que algo está por estallar. Otras veces, la violencia llega de golpe, sin previo aviso.
Pero lo que no se cuenta es que la violencia no siempre es física. A veces, la verdadera batalla es psicológica. Los internos aprenden a leer el lenguaje corporal de los demás, a detectar quién está al borde de explotar, a saber cuándo callar y cuándo hablar. La presión constante de estar siempre alerta desgasta más que cualquier golpe.
Editado: 11.09.2025