Ya era entrada la tarde. Una tarde de agosto húmeda y calurosa. José y Violeta, en el viejo Camaro SS 1970 color turquesa con sus dos rayas blancas que partían desde el frente hasta la maleta trasera sin perdonar siquiera el techo, se dirigían hacia el oeste, rodeados sólo de desierto y alguno que otro matorral.
A José le gustaba sentir todo el poder de sus 360 caballos y esa carretera desierta era ideal para liberar toda esa fuerza mientras, en la radio sonaba algún éxito de los `80. A Violeta no le gustaba mucho que fuera tan veloz pero en una tarde tan calurosa sentir el viento en la cara la reconfortaba.
José, totalmente desconectado de la realidad, seguía pisando el acelerador. Entonces Violeta dijo:
—Amor vamos demasiado rápido. ¿Podrías bajar la velocidad?
Pero José estaba como hipnotizado y seguía presionando el pie sobre el acelerador. Ya el viejo Camaro estaba rozando los 220 Kph y Violeta comenzaba a ponerse nerviosa. Agarró el brazo derecho de José y lo sacudió.
José volvió a la realidad gritando:
—¿Qué te pasa Violeta? ¿No sabes que así podrías provocar que salgamos del camino?
Violeta le echó una mirada devastadora y José entendió que era mejor bajar la velocidad sino el accidente lo tendría él, pero en el auto.
El destino ese día no iba a ser fácil de eludir.
Cuando José volvió la mirada a la carretera vio una sombra saltar desde un matorral del lado derecho de la vía. Reaccionando por instinto giró, bruscamente, el volante hacia la izquierda. Pero a 180 Kph, esa maniobra convirtió al viejo Camaro en una pértiga que pivoteó sobre la rueda delantera derecha y salió dando un tirabuzón por el aire aterrizando sobre un costado. Una polvareda envolvió el auto.
Violeta, confundida, recostada en la carretera trataba de ver a través de la nube de polvo que lo envolvía todo. En breve el viento disipó el lugar y vio el auto totalmente destrozado y lejos, en el terreno polvoriento, estaba José con la cabeza entre las manos mirando incrédulo su adorado Camaro convertido en un amasijo de hierros retorcidos.
Violeta caminó hacia José y se arrodilló a su lado abrazándolo.
—Debemos considerarnos afortunados. Salimos ilesos —dijo Violeta.
Justo al terminar la frase el viejo Camaro explotó y se prendió en llamas. José no pudo evitar soltar unas lágrimas.
Detrás de ellos, desde la carretera, se oyó el chirrido de gomas sobre el asfalto y una camioneta salió del camino y se estacionó muy cerca de la pareja. Era un hombre vestido con chaqueta, pantalones y zapatos negros y una camisa blanca impecable, una combinación un tanto extraña para ese clima.
El hombre se acercó a la pareja y dijo:
—¡Vaya, ese sí que fue un accidente!
Violeta echó una mirada fulminante al hombre por su falta de tacto y éste se apresuró a agregar:
—Disculpen mi franqueza. Me llamo Baltazar y trabajo en esta ruta. Creo que lo mejor será que los lleve conmigo. Por estos parajes no pasa mucha gente y la noche suele ser muy fría.
Violeta ayudó a José a reincorporarse y aceptaron la ayuda ofrecida.
Ya en la camioneta, por cierto un modelo que no habían visto antes, Violeta que estaba menos impactada, le preguntó a Baltazar hacia donde se dirigían y éste le contestó que por la hora lo mejor sería llevarlos a un pueblo cercano donde podrían descansar y reponerse.
—¿Y qué pueblo es ese? —preguntó José ahora que estaba saliendo del shock por la pérdida de su amado Camaro.— Lo pregunto porque en el mapa no aparecía ningún pueblo en las cercanías.
—Se llama Redención y no sale en los mapas, no estamos lejos.
Y tomó un camino de tierra que desde la carretera habría pasado desapercibido a cualquier transeúnte. No pronunció palabra hasta llegar.
Redención de verdad era pequeño, una vía con una que otra casa, aunque Violeta no estaba segura si esa palabra podría definir lo que estaba viendo y al final de la corta calle una construcción un poco más grande que recordaba vagamente esas posadas de campo.
Baltazar aparcó justo frente a la entrada y fue el primero en bajar de la camioneta y se apresuró a abrir la puerta para ayudar a Violeta y a José llevándolos al interior de la posada a través de una peculiar puerta giratoria.
Una vez dentro a Violeta y a José les dio la impresión que el edificio era mucho más grande por dentro de lo que parecía desde fuera.
Baltazar los llevó hasta la barra que estaba al fondo del gran salón, donde una señora cuyo cabello comenzaba a dar paso a hilos plateados estaba atendiendo las órdenes de diferentes personas.
Una vez frente a la señora Baltazar los presentó y le contó brevemente lo ocurrido.
La señora los miró con ternura y les dijo que podrían quedarse el tiempo que fuese necesario hasta que pudiesen retomar su camino.
La reacción de Violeta fue tajante, aunque educada.
—Gracias pero mañana temprano saldremos a buscar ayuda para volver a casa.
Pero la señora insistió: