Rhiannon no podía dormir. La noche la llamaba, oscura e infinita por encima de su cabeza, incluso con metros y metros de tierra separándola de ella. Sin embargo, en aquella ocasión tenía otro aliciente para estar desvelada.
Gawain no estaba a su lado.
Después de más de doscientos años debería haberse acostumbrado a eso. A que se lo llevasen a las ruinas Mag Tuired, no solo para noches especiales como aquella, en la víspera de Beltane, sino también para muchas otras, siempre que la Reina se aburría. Rhiannon se repetía una y otra vez que no le harían nada, que siempre volvía. A la Reina no le interesaba que muriese. Él era el sustituto de Keiran si a este le ocurría algo. O eso era lo que Awen pensaba.
Gawain volvería dos noches después. Con el rostro cansado, la piel macilenta y más silencioso de lo habitual. Entero. A la Reina no le interesaba hacerle daño.
Rhiannon se repitió esas palabras una y otra vez hasta que escuchó los pasos de sus guardias detenerse delante de su habitación.
Respiró despacio, pesadamente. El olor de Gawain se entremezclaba con el de la tierra húmeda de las mantas a las que ella se aferraba. A mañana; su marido olía a mañana, al sol calentando la hierba y la tierra. Aquel aroma la reconfortaba y la calmaba, pero no tanto como la presencia de Gawain a su lado.
Escuchó los pasos de los guardias alejarse. Luego, los siguieron otros, como de pezuñas o patas terminadas en garras. Rhiannon se esforzó por no fruncir el ceño cuando el desagradable olor a descomposición de los neònach le golpeó la nariz. Podía sentir sus miradas carmesí observándola a través de las rejas hechas de ramas y raíces que apenas ocultaban lo que había dentro de su celda. Esperando. Acechando. Tratando de fundirse en las sombras, desaparecer en ellas.
Pero las sombras eran de Rhiannon. No de su hermano, el Hijo Predilecto de la Casa de la Sombra y la Niebla, ni tampoco de su marido. No, las sombras eran suyas y la cubrieron con un manto protector mientras aquellas horribles criaturas la miraban, quietas y silenciosas, pero siempre presentes. Puede que esa fuera la única ventaja de vivir bajo tierra. Allí siempre había sombras entre las que refugiarse.
Los neònach soltaron un gañido molesto y se alejaron. Rhiannon contó hasta diez despacio antes de incorporarse. Preparó las mantas de manera que formasen un bulto similar a la forma de su cuerpo y luego, asegurándose de que no había ningún sidhe ni ningún neònach cerca, llamó a la magia de la Casa.
Los contornos de su cuerpo no tardaron en desdibujarse y convertirse en humo. Rhiannon atravesó la puerta de su celda sin dificultad, apenas una sombra alargada y más oscura que las demás, y comenzó a caminar por los corredores de tierra y piedra.
El silencio la envolvía igual que las tinieblas. Un silencio, agudo, afilado y expectante. Un silencio que hacía que la sangre sonase con fuerza en los oídos de Rhiannon. Se había acostumbrado a correr aquel riesgo de escabullirse en las noches en las que Gawain no estaba, pero no por ello se había vuelto inconsciente del peligro que entrañaba hacerlo. Para ella y para quienes la conocían y sabían de su poder.
Rhiannon se escurrió sigilosamente dentro de una de las celdas que había a su derecha convertida en humo negro, dejando que un breve chispazo de poder se colase primero, para prevenir de su llegada a quién vivía allí. Se la encontró sentada sobre su lecho de mantas, con la espalda pegada a la pared de piedra y una mano apoyada sobre su abultado vientre de embarazada.
─Hola, Nerys ─sonrió Rhiannon sentándose en el suelo delante de ella, mientras las sombras se desvanecían y la dejaban a la vista.
La mujer fae, hermosa incluso en aquellas circunstancias, le devolvió el gesto con un dejo cansado.
─Hola, Rhiannon.
La dama de la noche, sin perder la sonrisa, dirigió su mirada hacia el pequeño bulto que había cerca de Nerys, tapado por un montón de mantas que apenas dejaban a la vista unos mechones de cabello rubio. Se fijó en la forma en la que las mantas subían, despacio pero de manera constante.
─Quería esperarte ─susurró Nerys alargando la mano hacia la cabeza de su hija mayor─, pero estaba muy cansada y se quedó dormida antes incluso de que sirvieran la cena.
Rhiannon notó cómo sus labios amenazaban con hacer una mueca de disgusto. Servir la cena no era la expresión que ella utilizaría para describir la manera en la que los guardias sidhe dejaban la comida y la bebida en una bandeja sobre el suelo, con una mueca despectiva en la cara y a veces un escupitajo peligrosamente cerca de la comida. Pero Nerys había sido criada por una familia fae noble demasiado educada a la que le gustaba guardar las formas y fingir que todo era normal en la medida de lo posible.
Sin embargo, a pesar de aquella apariencia altiva y orgullosa, a pesar de los estragos que los años viviendo bajo tierra habían dejado en el cuerpo de Nerys, Rhiannon todavía reconocía a la mujer que un día había sido el gran amor de su hermano.
Nunca habían tenido una relación estrecha, ni siquiera diría que habían llegado a ser amigas en algún momento, pero Rhiannon se preocupaba por ella, igual que por los demás ciudadanos y ciudadanas de su Casa. Además, conocía el espíritu salvaje que había debajo de aquella imagen de mujer noble. Por eso Keiran se había enamorado de ella.