Rhiannon se pasó tres días aislada en la casa de la capital después de eso. Se sentía agotada después de lo que había descubierto, sin fuerzas suficientes como para mantener sus pensamientos a raya cerca de su padre y de su hermano.
Sin fuerzas para mirar a Gawain a la cara y buscar inconscientemente los rasgos que compartía con Cormac. Y mucho menos para cruzarse con Brycen.
La idea de que Yvaine estuviera tan cerca de alguien a quien Rhiannon no conocía y en quien no sabía si podía confiar hacía que el sueño la abandonase por completo y que incluso estando fuera, al aire libre, el espacio que la rodeaba le resultase demasiado pequeño. Y que ese alguien fuera hijo de su tío, que llevase su sangre y tal vez algo más… Pero Gawain también era hijo de Brycen y él no se parecía absolutamente en nada a su padre.
Gawain era un rayo de luz en medio de la oscuridad fría y aplastante en el palacio de la Sombra y la Niebla. Sabía actuar como un noble más cuando se encontraba detrás de los muros de la villa palaciega, pero Rhiannon sabía lo que había dejado.
Un buen hombre. Gawain era un buen hombre, algo que jamás había imaginado que pudiera salir de Brycen.
Ahora, tendría que rezar a los dioses y esperar que Cormac fuera otro milagro.
Por suerte, sus plegarias fueron atendidas. Yvaine acabó presentándole formalmente a Cormac semanas después de su primer encuentro. Rhiannon se disculpó por su intromisión y su falta de discreción.
Una risa baja agitó la garganta de Cormac. Grave y sosegada, Rhiannon no pudo evitar que le recordase a otra risa conocida, una que ella conocía muy bien a pesar de que no la escuchaba con frecuencia.
─Entiendo la preocupación, pero Yvaine sabe defenderse sola.
─Claro que sé defenderme sola ─protestó ella lanzándole una mirada heladora a Cormac─. Mi tía me enseñó.
─Hay muchas maneras de hacer daño a alguien ─apuntó Rhiannon con suavidad─. Las palabras pueden hacer mucho daño.
─Oh, desde luego ─coincidió Cormac con una sonrisa traviesa, sus ojos negros clavados en los de Rhiannon─. Siempre le digo a Yvaine que esos libros tan pesados van a acabar con ella. Ya sea por lo soporíferos que son o porque le van a dejar una lesión de por vida.
Yvaine se movió rápido, pero Rhiannon lo vio. Su ceño se frunció con enfado y le lanzó un golpe con el canto de la mano a Cormac en el estómago. Pero él también fue rápido y consiguió pararlo, cerrando los dedos con firmeza alrededor de la muñeca de Yvaine justo antes de que llegase a tocarlo.
Sus labios estaban curvados en una sonrisa traviesa que hacía que los hoyuelos se le acentuasen. Una sonrisa limpia, sin rastro de malicia.
Los dos siguieron lanzándose pullas un rato más, ignorando a Rhiannon, que los miraba sorprendida. Y emocionada.
Sí, ese chico le gustaba. Mucho. En circunstancias diferentes no le hubiera importado pasar tiempo con él, hacerse su amiga, pero prefirió mantener las distancias. El poder de la Sombra y la Niebla que había en Rhiannon llamaba al que había en Cormac, lo despertaba, hacía que se desperezase y comenzase a vibrar suavemente a su alrededor como una nota sostenida.
Su relación fue cordial durante años. La madre de Cormac no avisó a Rhiannon de ningún cambio destacable en la magia del chico, y aunque ella sentía que podía fiarse de la palabra de la mujer, de vez en cuando se dejaba caer por Talargh y verlo por sí misma. Estaba especialmente nerviosa por la Turas Mara de Cormac, cuando se convirtiera en inmortal de verdad, pero con el tiempo comprendió que no era lo único que debía preocuparla. Con el tiempo, Cormac fue cambiando físicamente, como cualquier otro fae joven.
Con el tiempo, fue pareciéndose más a los retratos colgados en el pasillo de entrada del palacio de la Sombra y la Niebla. Cada vez que Rhiannon lo visitaba, el muchacho ya no tan muchacho, se parecía más al que era su bisabuelo, Eanraig. El padre de Kendrick y Brycen.
El antiguo Hijo Predilecto había muerto más de quinientos años atrás y todavía quedaban feéricos que habían vivido durante la época de su reinado. Alguno de ellos podía darse cuenta de su parecido. Podrían hacerse preguntas, podrían comenzar a correr rumores. Esos rumores podrían llegar a su tío Brycen.
Rhiannon intentaba apartar esos pensamientos de su mente cada vez que estaba delante de su familia. Aprendió a vivir con la tensión del secreto que guardaba, uno más a los que sumar a su lista. Salvo que en esta ocasión, no podía compartirlo con nadie, ni siquiera con quien se había convertido en su confidente.
Le dolía no poder decirle a Gawain que tenía un hermano, uno que merecía la pena conocer y con el que estaba segura de que congeniaría. La quemaba por dentro ver a Yvaine y a Cormac juntos sin saber que compartían una conexión casi tan especial como la amistad. Que el destino de alguna manera había hecho que se encontrasen y se juntasen. Dos pequeños secretos caminando de la mano, sin saber lo que compartían.
Y ahí estaba Rhiannon, un diario silencioso, guardando los secretos de todos los que la rodeaban, entrelazándolos con los suyos propios.
Cormac era uno de los secretos con los que más aprendió. La enseñó a confiar, principalmente. La enseñó a darse cuenta de que la familia era importante, que siempre había un vínculo con ella y que este, de una manera u otra, salía a relucir. Porque la sangre feérica corría muy espesa, sí, pero con Cormac, Rhiannon aprendió que la sangre no lo era todo. No definía quienes eran por completo, hasta la última fibra de sus cuerpos.