La casa bajo tierra (un cuento oscuro, #0.8)

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Los ojos de Rhiannon se llenaron de lágrimas que se apresuró a limpiar. Había llegado a Tierra de Nadie, y a pesar de que el control de la Reina sidhe también había llegado a aquel lugar, los feéricos salvajes trataban de escaparse de sus celdas bajo tierra siempre que tenían la oportunidad, lo que hacía que la presencia de soldados y neònach también fuera mayor. Si se paseaba por aquel lugar sangrando o con las emociones a flor de piel, sería como un faro gigantesco que atraería cualquiera que pudiera olerla o percibirla.

Comenzó a avanzar más despacio y más atenta a lo que la rodeaba. Los árboles se alzaban por encima de su cabeza, figuras oscuras y alargadas como columnas. No soplaba ni una pizca de brisa, por lo que las hojas y las ramas estaban inmóviles, y el ambiente estaba cargado con una humedad densa y bochornosa que hacía que la ropa se pegase al cuerpo de Rhiannon.

Keiran quería que se reuniesen en la entrada a Beinn Nibheis; acercarse a Mag Tuired no era una buena idea, pues estaba fuertemente custodiada, pero ella no había podido resistir la tentación de dejarse caer por allí a pesar de los riesgos que entrañaba.

En más de una ocasión se había adentrado hasta los jardines ruinosos, infestados de hierbas altas y estatuas derruidas. En cada una de esas ocasiones, Rhiannon se había dirigido directamente al menhir partido por la mitad y había colocado las manos sobre la piedra fría. Había dejado que su poder fluyera hasta ella, como si así pudiera alimentarla. Como si así pudiera devolverle la función que una vez había tenido; un punto de unión entre su mundo y el de los dioses, una especie de puerta o un llamador con el que contactar con los seres que habitaban Tír na nÓg.

En cada una de aquellas ocasiones, nadie había acudido a su llamada.

Hacía mucho tiempo que Rhiannon había perdido la confianza de que alguien contestase. En el fondo sabía que aquello no era tan sencillo como colocar la mano sobre la piedra de Fáil y usar su poder como si fueran unos nudillos golpeando una puerta. Había un ritual, o eso sospechaban los feéricos. Nadie sabía exactamente en qué consistía ni que se necesitaba, pues no había quedado registrado en ningún libro. Ninguno conocido o disponible en una biblioteca normal al menos.

Rhiannon necesitaba respuestas. El paso de los años y las décadas y los siglos no había conseguido que las preguntas que zumbaban en su mente día y noche se hicieran más llevaderas.

No era tonta, aunque no hubiera vivido en la época en la que los sidhe eran esclavos de los fae, era conocedora del calvario que sufrieron durante largos siglos. Ella misma lo estaba experimentando ahora en sus carnes. Sin embargo, sus dudas no se limitaban al por qué de aquella retribución ni tampoco a cuándo se terminaría aquella situación.

No, lo que Rhiannon deseaba preguntarles a los dioses era por qué su familia tenía que pasar sufrir tanto. Por qué ella tenía que haberlo visto y haberlo vivido y haberlo llorado y haberlo sangrado.

Sus padres y sus abuelos maternos, asesinados por aquellos quienes decían ser sus amigos, sus aliados, feéricos en los que creían que podían confiar.

Sus hermanos pequeños, Iver y Carys, perdidos para siempre, cada uno de una manera diferente, pero irrevocable.

La muerte de Yvaine, de la que ella se culpabilizaba por haberle metido en la cabeza todas aquellas ideas temerarias.

La guerra contra los sidhe, que había llevado a Keiran a convertirse en una sombra oscura de lo que era, un reflejo desvaído obsesionado con la idea de cuidar de su Casa aunque eso significase romperse en mil pedazos que nunca podrían volver a armarse.

Sus amigos, Gawain, Idris, Alai, Cormac y muchos otros fae más, confinados en las entrañas de la tierra, cada día y cada noche más llenos de rabia y desesperanza, transformándose poco a poco en algo diferente, algo que Rhiannon no se atrevía a mirar ni a aceptar. Porque aunque Cormac le sonriera para decirle que estaba bien, aunque Gawain le acariciase el pelo mientras le contaba un cuento para dormir, aunque Nerys y Naylea le agradeciesen los remedios que podía conseguir para paliar sus males, aunque Idris y Alai bromeasen con ella sobre trivialidades cuando iba a visitarlos….

Aunque, aunque, aunque…

Aunque todo terminase en aquel momento, aunque los sidhe y los neònach desaparecieran milagrosamente, nada volvería a ser como antes.

Y Rhiannon… Rhiannon no sabía si le quedaban lágrimas y sangre suficientes para derramar por ellos. Ni siquiera estaba segura de que pudiera llorar por sí misma. ¿Cuándo había sido la última vez?

Oh, sí, claro que se acordaba. Un sutil estremecimiento recorrió su cuerpo mientras caminaba, pero sus piernas no flaquearon y su ritmo no disminuyó. Eso era lo que le producía a día de hoy el recuerdo de lo que Darren le había hecho.  

La había violado. La había violado sobre su cama de invitada en la Casa del Viento y la Tormenta y la había dejado embarazada. Y Rhiannon había abortado.

Había llorado. Había sangrado. Había dolido. Muchísimo.

Y había sobrevivido.

Nadie sabía por lo que había pasado, excepto Gawain. Pero él solo lo había visto desde fuera. Se había quedado con ella mientras sangraba y lloraba y se estremecía de dolor, había sentido su angustia y su rabia, pero no tenía ni idea de todo lo que se le había pasado por la cabeza mientras sufría.



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En el texto hay: inmortales, fae

Editado: 07.10.2022

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