La casa de la bruma

1. Il Porto Nuovo (El Puerto Nuevo)

Un año había pasado ya desde ese 25 de febrero en que llegó al Nuovo Mondo (Nuevo mundo). De tanto en tanto, arribaban también otros barcos con pasajeros de lenguas extranjeras. A veces, esa lengua era la suya: la de Italia. Los inmigrantes venían al refugio de la Tierra Prometida, persiguiendo la paz. Bajaban de los barcos con la guerra grabada en sus rostros. Ella a veces se sentaba en el muelle del Porto Nuovo, como lo llamaban los italianos, y recibía en silencio y sin señales a esos grupos de hombros cansados y ojos llenos de mar. En cada uno de sus rostros, veía el suyo propio, y se recibía una y otra vez de entre los brazos del Océano Atlántico que se convertía en el ancho río de la Plata.

El taller de costura consumía casi la totalidad de las horas de sus días. Pero gracias a alguna buena estrella que la había sacado de la guerra y la había puesto en la ciudad de Buenos Aires, Ada tenía algunos días libres, según el estado de ánimo de la patrona. Cuando eso sucedía, la joven italiana se escapaba de la vida en el conventillo y se iba al Puerto Nuevo, lindante con el barrio de Retiro. Para ir hasta allí, caminaba durante una hora; pero valía la pena cada paso y cada minuto. En el muelle, se sentaba y esperaba. A veces tenía la suerte de ver llegar alguno de los barcos que traían inmigrantes como ella. Otras veces tenía una suerte distinta y todo lo que veía era la salida del Sol que dispersaba poco a poco la bruma que envolvía la noche en la ciudad de Buenos Aires.

Era fin de febrero de 1943. Ada estaba sentada en el lugar que ocupaba siempre. Desde allí podía ver el río, los barcos, el edificio del puerto, los estibadores que bajaban la mercadería, aquellos que iban a recibir a sus parientes y los desplazados que bajaban de los barcos. Ese día miró a Don Luigi caminando entre los italianos recién llegados. Él era quien recibía a aquellos sin familia. El Sol apenas despuntaba pero el puerto se había llenado de pasos como un hormiguero gigante. Don Luigi era el dueño del conventillo donde vivía Ada junto a su familia: papà (papá), mamma (mamá) y los dos piccolos fratellos (pequeños hermanos), los inquietos Claudio y Giorgio.

El casero, un hombre de baja estatura e inminente calvicie, vestía solo un par de pantalones de lona sostenidos por tiradores sobre una camiseta manchada. Incluso desde lejos, Ada supo que tenía sudor bajo los brazos, como consecuencia de la humedad que llegaba desde el río y el calor que esta traía. Don Luigi se acercaba a la gente, familias completas, hombres solos, mujeres con niños, para ofrecer la dudosa comodidad del conventillo que había heredado del italiano que lo crio.

En cada rostro, en cada par de ojos oscuros, Don Luigi veía a su padre, a su madre y a sus hermanos. Recordaba cómo había subido al barco corriendo de la hambruna consecuencia de la Gran Guerra. Sus hermanos se habían perdido en el muelle. Cada uno fue encontrado por distintas personas que los pusieron a trabajar, a estudiar o a robar. Él había tenido la fortuna de haber sido elegido por Pietro, el dueño de un conventillo en el otrora barrio rico de San Telmo. Allí, una vieja casona colonial había sido remodelada con madera vieja y albergaba más familias de las que Luigi podía contar. Así fue cómo, a los seis años, comenzó una nueva vida lejos de todo lo conocido.

Luigi no iba a la escuela. En cambio, el conventillo era el aula donde aprendería a leer, escribir, sacar cuentas, ganar dinero, trabajar y ahorrar monedas. Allí en el conventillo, Luigi tenía la tarea de barrer las áreas comunes, ayudar a sacar agua del pozo común, lavar las ropas de Don Pietro y lustrar sus zapatos. Si alguien más quería que le lustrara, lavara la ropa o incluso que limpie su habitación, Luigi tenía permitido hacerlo, cobrando monedas que juntaba en una lata de leche en polvo. Con el tiempo, el joven ocupó el lugar de Pietro, a quien acompañó hasta su último suspiro. Su despedida había teñido de negro la casona, pues Luigi había exigido a los huéspedes que tapasen espejos con trapos negros y vistiesen una cinta negra en el brazo en recuerdo del anterior casero. Algunos no entendieron estos pedidos de parte de alguien que, según se contaba, había sido ninguneado por don Pietro. Pero el amor de un hijo no tiene lógica, y don Luigi se sentía tan hijo de ese hombre como este había ocupado el papel de padre (a la usanza que él conocía, que era tan especial como la época en que lo habían criado).

Ada pensaba en todo esto que se había enterado con una charla acá, un chisme allá y mitad en italiano, mitad en español. Mientras miraba el gentío que se agolpaba en la puerta del edificio del puerto. Algunos empleados ponían un orden incierto para que todos tuvieran la oportunidad de recibir el sello en el pasaporte que los recibía formalmente en la Argentina. Además de los empleados de la aduana, estaban las familias de los viajeros y aquellos que recibían a los que no tenían nadie para tenderles una mano: buscaban entre los inmigrantes mano de obra barata y ofrecían a cambio un lugar donde dormir. También estaban aquellos que llamaban a los venidos a ser parte de los colonos en lugares inciertos como la Patagonia. Finalmente, también estaban los caseros de conventillos como Don Luigi. Él miraba las caras y, sin buscar a nadie específico, de pronto descubría un nuevo inquilino.

Ada miraba todo el intercambio que se realizaba a metros de su área de comodidad. Se preguntaba quiénes de entre toda esa multitud serían sus nuevos vecinos. Tal vez fuera alguna vecina con un niño que jugaría con Claudio y Giorgio, los mellizos de nueve años. Una familia como la suya propia. Tal vez alguna mujer sola que terminaría trabajando en algún taller textil como ella, o un hombre joven que se quedaría un tiempo en Buenos Aires y luego volaría a los vientos patagónicos.

La joven italiana extendió un cuadernillo sobre sus rodillas. Estaba sentada en el suelo del muelle, desde donde los transeúntes parecían gigantes. Estiró una mano sobre las hojas. Tenía un lápiz con el que empezó a dibujar la silueta del barco y luego algunos pasajeros. Dibujó un hombre joven que charlaba con don Luigi, y juzgó que ese sería su nuevo vecino. Con el lápiz deslizándose sobre el papel, Ada plasmó el semblante animado, los hombros en cuadro, el saco ajado y la bolsa con sus pertenencias colgando sobre la espalda. Si, sin duda ese sería su nuevo vecino. Don Luigi buscaba siempre personas trabajadoras, para asegurarse la renta. Ese hombre tenía la complexión de alguien que sabe de trabajo y que no le hace asco.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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