La casa de la bruma

5. Silencios

Verdini se llovía por los techos cuando la tormenta era especialmente fuerte. Máxime si la lluvia traía viento consigo que se colaba por entre las ventanas rotas y las puertas de cerrojos falseados. En esas condiciones, los habitantes del conventillo pasaban las tormentas que anunciaban el verano envueltos en lluvia de día y bruma de noche.

El temporal, anunciaba la radio, duraría todo el resto de la semana. Se esperaba una mejoría en el tiempo para el lunes próximo, tal vez el martes. Fue en medio de estas circunstancias que Ada desmejoró. Poco a poco podían verse los estragos del cansancio acumulado ocasionado por el trabajo, el estudio y los quehaceres domésticos que correspondían a las mujeres de la casa. Las ojeras aparecieron un día y se quedaron. Julia hizo un gasto especial y le regaló a su amiga un polvo compacto para el rostro que cubriría las manchas oscuras bajo sus ojos en las horas de trabajo y en la academia.

El siguiente cambio fue la caída de cabello. Ada siempre había contado con una cabellera castaña hasta la cintura que cepillaba con frecuencia para dejar que brillara. En los últimos tiempos, el brillo se había perdido y, poco a poco, mechones iban quedando en el cepillo de cerdas suaves. Esta vez, el remedio elegido fue un corte de cabello. La situación ameritaba medidas extremas, así que Ada se sentó en una silla de la cocina y dejó que doña Lidia Santoro tomara las tijeras en su poder. Después de media hora de exhaustivo trabajo, el cabello de Ada llegaba apenas a sus hombros, estaba peinado con una raya al costado y se elevaba discretamente con el movimiento de sus leves rulos. En el espejo, se encontró con una nueva mujer.

—Te pareces a Gene Tierney —aplaudió la mamma. Con la comodidad de sueldo de Ada, la familia había ido al cine una o dos veces. A partir de esos episodios, la mamma miraba siempre los carteles que colgaban fuera del cine Gaumont,  en la Avenida Rivadavia, a solo unos metros de donde trabajaba su hija y frente a la Plaza del Congreso que tantas alegrías les había traído.

El cabello entonces dejó de caerse, pero Ada no se veía mejor. Lentamente empezó a notarse que perdía peso. Su madre hizo gastos extra y compró hígado de vaca, que en Italia decían que restauraba la salud. Pero Ada devolvió todo el hígado en el baño. Mientras se secaba el sudor frío de la frente, se convencía a sí misma que el ajetreo del pasado año había hecho estragos en ella. Consideraba que, una vez que tuviera el diploma Pittman, que lo entregaban al inicio del año lectivo, y solo tuviera el trabajo en la confitería para preocuparse, recuperaría su salud.

Fue entonces que Julia llegó al conventillo verde y se encerró con Ada en la habitación. Ella provenía de una familia numerosa y había visto a su madre y hermanas en situaciones similares a las de Ada. Como siempre, tomó las cartas y las repartió en un semicírculo frente a su amiga. Luego le pidió que tome una carta. Pensó que si era aquello que pensaba, con una sola carta bastaría. Así fue.

Ada tomó la carta de la Emperatriz, una mujer joven sentada en un diván y rodeada de espigas de trigo. Simbolizaba una mujer joven y fértil. Una mujer que puede parir. Así fue cómo Ada supo que no estaba enferma, sino al contrario.

—Estás llena de vida —terminó de leerle la suerte la española—. Queda en ti elegir qué camino vas a elegir de ahora en adelante. Y, antes de que entrara cualquiera a entrometerse en sus asuntos, Julia le dio la dirección de una matrona, la patrona de uno de los conventillos de allí cerca. Cualquiera que fuera su decisión, Julia prometió que estaría para acompañarla.

Ada, sin haber conocido médico más que el dentista de su pueblo, creyó en las palabras de su amiga y decidió que iría a ver a la comadrona. Sentada a solas en su habitación, sintió cómo caía en una espiral sin retorno.

 

Una mañana calurosa y húmeda, Ada se levantó y salió sin desayunar. La bruma de la ciudad aún no se levantaba del suelo. Escondida en ella, Ada esperaba no ser vista. Llegó al conventillo cercano que Julia había indicado, donde vivía la matrona. Esta la hizo entrar a su habitación, pulcramente ordenada, y la recostó sobre la cama. Allí la inspeccionó con ojos entendidos y manos delicadas. En efecto, Ada no estaba enferma. Ada estaba embarazada.

Cuando las lágrimas empezaron a caer por el rostro de la joven, la comadrona se sentó a su lado y la consoló. Le preguntó por el padre y si necesitaba ayuda para informar a su familia. La doña la veía tan frágil, puro hueso y ojos, que sentía que se iba a quebrar antes de que el bebé empezara a redondear su vientre de madre.

El padre no estaba, había sido una sola vez, cómo pudo pasar. Las palabras se agolpaban en la boca de Ada. La comadrona le explicó todas aquellas cosas que su madre nunca le había dicho, ni Julia había llegado a explicarle. La joven sintió bronca hacia Giuseppe y sus palabras falsas, hacia su madre y sus palabras equivocadas, hacia Julia y sus pocas palabras, e incluso hacia la comadrona y sus palabras verdaderas, porque ahora que tenía la verdad, debía hacerse cargo de ella.

De vuelta al conventillo, Ada se lavó completa para quitarse el sudor y la mala sensación de las manos de la comadrona por su cuerpo. Luego se dirigió a hacer el desayuno. Aunque luego vomitara, sabía que debía comer. Ahora tenía una vida consigo para cuidar, aunque todavía no supiera qué haría con ella. La comadrona le había propuesto sacárselo, si así lo prefería, pero debía ser más temprano que tarde sino su vida correría peligro.

Ada apoyó una mano sobre el respaldo de una silla. Empezaban a entrar algunas mujeres a la cocina. Suspiró. Tenía que pensar y tenía que hacerlo a solas. Así fue que tomó el colectivo que la llevaba al trabajo antes de tiempo. Con la misma sensación que había sentido en la cocina apoyada en la silla, se sentó a mirar el agua correr en la fuente de la Plaza del Congreso. Parecía ser que allí tomaba sus decisiones más importantes. La comadrona le había dicho que llevaba tres meses de embarazo. Todavía le quedaba uno más si quería esconder su barriga y buscar refugio. Era febrero de 1943. Ada juzgó que las academias debían estar abiertas y decidió que por allí empezaría a buscar. Por lo pronto, saldría de debajo del Sol de mediodía y se acercaría a la confitería para empezar su turno.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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