La casa de la bruma

6. Contrato

El Café Sorocabana estaba en Callao y Rivadavia. Con los pies un poco hinchados del calor, Ada llegó hasta allí para entrevistarse para secretaria.

—Buenos días, busco al señor Müller.

El mozo le indicó una mesa donde un hombre sexagenario la estaba esperando. Mientras la joven se iba acercando a la mesa, el hombre se levantó en señal de cortesía. Tarde, ella se dio cuenta de que nuevamente no llevaba currículum más que sus palabras.

—Buen día, fräulein (señorita) Fiore. Un gusto. Mi nombre es Geoffrey Müller. Puede decirme señor Müller o herr (señor) Müller. Ambos están bien para mí.

Ada quedó en silencio frente a ese hombretón de bigote blanco que hablaba en otro idioma y la invitaba a hacerlo también.

—Yo… Lo siento, no entiendo lo que me dice. ¿Qué lengua es?

—Claro, claro. Usted es italiana, ¿verdad? Lamento apabullarla de golpe. He hablado en alemán. Si acepta el trabajo, aprenderá alguna que otra palabra. Pero no nos apresuremos. ¿Qué quiere beber?

Herr Müller era un caballero. Se notaba que en su juventud había sabido romper corazones y que en su vejez había alcanzado la sabiduría para mantenerse al margen.

—Agua mineral, por favor —respondió Ada. Buscaba palabras para describirse de la mejor manera y sentía que «agua mineral» no eran las correctas—. Vengo para una entrevista, señor Müller. Si es que no me equivoco.

—Oh, no. Claro que no, querida. Está usted en el lugar correcto. ¿Empezamos? —Ella afirmó con la cabeza y le dio espacio para que hablara—. Estoy buscando una secretaria para un cliente muy especial. No puedo revelarle su nombre hasta que usted haya firmado el contrato de trabajo y un acuerdo de confidencialidad. Así de importante es este asunto.

Müller hizo una pausa y miró a los ojos de la muchacha sentada frente a él. Era tan joven, parecía apenas una niña. Como tantas otras niñas de los conventillos, esta había resultado embarazada sin compromiso ni futuro. Pero ella tenía ese brillo especial en la mirada, el de una mujer que se aferra a la vida aunque venga difícil. A diferencia de la mayoría de esas jóvenes de los conventillos, esa chiquilla había decidido tener la criatura. Eso la hacía fuerte y vulnerable a la vez. Fuerte, porque demostraba que movería cielo y Tierra por mejorar su situación. Vulnerable, porque sin una oferta como la que él estaba por darle, terminaría limpiando casas a pesar de los estudios de secretaria.

—¿Qué tareas he de realizar?

—Otra vez, eso está estipulado en el contrato y en el acuerdo de confidencialidad. Como verá, mis manos están atadas. No hay mucho que pueda decirle sobre el trabajo. Sí puedo hablarle de las condiciones. ¿Está usted de acuerdo?

Las dudas colmaban la mente de Ada. Empezaba a preguntarse si no sería mejor levantarse de la silla y correr hasta dejar ese lugar muy atrás.

—Dígame aquello que puedo saber, por favor.

Bitte. Es la palabra alemana para por favor —sonrió el señor Müller—. Volvamos al tema. Usted será secretaria personal de un hombre viudo de procedencia alemana que vive de forma casi ermitaña en una casa de San Isidro. Se espera de usted que se mude allí, donde convivirá con el servicio, conformado por tres personas, y el propio señor. Sus tareas no tendrán horario establecido durante la semana. Los fines de semana serán completamente suyos. No pagará estadía ni comida y su sueldo será de tres mil pesos mensuales.

El hombre dejó a Ada sin aliento. Tres mil pesos mensuales eran una barbaridad. Se dijo que lo más probable era que se trataran de negocios ilegales.

—¿Puedo ver a mi familia los fines de semana?

—Fräulein, veo que usted ha malinterpretado mi explicación. Usted no será una presa. Al contrario, podrá ir y venir cuantas veces quiera. Solo debe arreglar los horarios de trabajo con el señor. Los fines de semana serán suyos. El chofer del señor la traerá hasta su casa cuando usted quiera. Incluso la esperará, si así lo desea.

—¿Puedo confiar en usted?

—Claro que sí. En sí, yo estoy legándole mi trabajo. Yo estoy viejo y… el señor necesita alguien más joven, más entusiasta, innovadora. Creo que usted es esa persona, por lo que pudo describirla fräulein Inés en la academia.

—Herr Müller —lo llamó ella para entrar en confianza—, yo no sé si usted pretende que yo haga algún trabajo ilegal; solo sé que necesito salir del conventillo donde vivo por unos meses. Por las condiciones que usted pone, no creo que pueda ser un problema.

—Lo sé, querida. Usted está embarazada. Si quiere disimularlo mejor, deje de tocarse la panza como si tocara un santo.

Automáticamente, Ada miró su barriga y vio que tenía allí la mano. La estaba acunando. Sus padres no debían saberlo, se dijo. Ya encontraría la forma de arreglar las cosas para cuando naciera el bebé. Con tres mil pesos mensuales podría dar forma a un futuro que hiciera olvidar a su familia que su hijo no tenía padre.

—¿Acaso será un impedimento para el trabajo?

—Claro que no. Al contrario, mientras trabaje estará sentada y cuando tenga tiempo libre podrá ir a caminar en algún parque de San Isidro. Es un lugar muy bonito, créame. Si así lo desea, ya mismo puedo darle las señas de una enfermera que trabaja en un asilo de ancianos cerca de la casa. Ella es también la comadrona del barrio.

La jovencita se sentía intimidada. Parecía que herr Müller había hecho una indagatoria sobre ella y no existía dato que no conociera. Eso la inquietó, pero a la vez le dio la posibilidad de mantenerse en silencio mientras era el hombre quien acaparaba la conversación. Allí en el café y frente a un alemán de porte intimidante, Ada asentía y negaba con la cabeza, mientras se bebía su botella de agua de a sorbos. Por fin, la charla duró hasta que Ada no pudo estirar más el tiempo de entrada a su trabajo en El Molino. Herr Müller (cada vez que lo decía, se le hacía más fácil) le dio una dirección cerca del Palacio Barolo para que fuera a firmar el contrato y el acuerdo de confidencialidad.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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