La casa de la bruma

8. Los colaboradores

Herr Johann Weimann, Nebelhaus

Herr Johann Weimann tenía treinta y ocho años. Sus primeros diez, los había vivido en Berlín. La Alemania de 1915 donde nació estaba sumida bajo el fuego de la Gran Guerra. Su padre era periodista y, ante la batalla de trincheras, se volvió emisario de guerra. La familia había quedado en la capital, bajo la custodia de la familia materna, que recibió a su hija y sus tres nietos. Entre ellos estaba Johann, apenas un bebé.

En la casa de los abuelos maternos no se oía la radio. El patriarca y su mujer eran aún jóvenes pero se sentían envejecer con cada parte diario que repetían las radios que aún tenían su frecuencia. Berlín fue bombardeada cantidad de veces, los racionamientos creaban necesidad y las noticias que corrían entre la gente, incertidumbre. En medio de ese panorama, las noticias del corresponsal Weimann dejaron de llegar. Su mujer no necesitó que se firmara el armisticio para saber que su marido no volvería a casa. Armó una alianza con sus padres y entre los tres sacaron adelante la familia. Algunos años después, una nueva sombra amenazaba el país. En las calles se oían proclamas del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, que iba tomando cada vez más fuerza. La mujer, incapaz de vivir en el nuevo régimen opresor, se apuró a comprar pasajes en un barco que los llevaría al Nuevo Mundo. Fue así que Johann Weimann creció en Córdoba, bajo la tutela de un padrastro firme pero gentil y con una hermana que se casó a los dieciocho y un hermano que más tarde emigró a Chile.

A los treinta y cuatro años, habiéndose transformado en un lugarteniente cordobés, Johann dejó sus campos en manos de administradores capacitados y se mudó a la capital del país: Buenos Aires. La razón no era sencilla: un amigo de su padre, herr Geoffrey Müller lo había mandado llamar. Cuando se encontraron, herr Müller le explicó la situación.

 

Geoffrey Müller, abogado

Cuatro años habían pasado desde que herr Müller hubo llamado a herr Weimann a Buenos Aires. Conocía a su padre adoptivo desde hacía años, cuando este le había tendido la mano a su llegada de Alemania. Siendo criado por tal hombre, el abogado Geoffrey Müller no dudaba de que su hijo adoptivo tuviera el mismo temple. Y no se equivocó.

—Necesitamos sacar gente de Alemania. Hay que salvarlos. ¿Estás adentro?

Weimann no había tenido que pensar mucho. Trajo a su mente los tenues recuerdos de la Gran Guerra y la falta de todo que habían sufrido. Sobre todo, recordó la pérdida de su padre biológico y el dolor que había significado para su madre.

No necesitó responder que sí, porque la respuesta era obvia. Al contrario, preguntó:

—¿Cuándo empezamos?

Tenía plena confianza en herr Müller, un hombre que podría ser su padre aunque nunca había tenido hijos por culpa de heridas de la guerra, según decía. Johann sospechaba que esas heridas eran psicológicas, en un momento de la Historia en que una consulta con un psiquiatra equivalía a aceptar que uno estaba loco.

Para llevar adelante el plan, herr Müller había preparado una casa en San Isidro (lo suficientemente alejada), con servicio incluido. Se aseguró de que, en el último año, los vecinos creyeran que vivía allí un hombre excéntrico y solitario. El servicio debía dar esa impresión. Finalmente, había despedido jardinero y mucama y había tomado gente nueva. Estaban en la casa, esperando que volviera del viaje a Córdoba, de acuerdo con lo dicho por herr Müller. La habitación cerrada pertenecía a la difunta señora Weimann, de nombre Pilar Salcedo. Solo una mujer conocía la verdad que cubría la casa como lo hacía la niebla: la señora Inés Leman.

La señora Leman vivía en una casa vieja y semiderruida en el barrio de Villa Crespo, cerca de las vías del tren. Trabajaba como planchadora a tiempo completo mientras cuidaba de su madre inválida. Herr Müller la había rescatado de ese lugar, ese estado y esa vida y la había llevado a Nebelhaus, en San Isidro. La madre de la señora Leman vivía ahora en una casa de retiro donde la atendían no menos de tres enfermeras a la vez. A cambio de todo esto, Inés Leman había firmado no solo un acuerdo de confidencialidad sino también una prueba de fidelidad hasta la muerte. En ese momento, la casa estaba en sus manos, como si hubiera sido así desde antes del accidente de la señora Weimann.

La primera vez que herr Weimann entró a Nebelhaus, vestía de traje gris y llevaba el sombrero en una mano y la valija en la otra. Automáticamente le apareció delante la señora Leman, que lo saludó y le preguntó si había sido buena su estadía en Córdoba. También prometió que le prepararía un baño. Para eso lo acompañó hasta su cuarto. Una vez allí, afirmó que le presentaría el servicio en cuanto estuviera listo. En ningún momento dejó de lado su papel de ama de llaves. Eso tuvo que reconocerlo él.

 

Miguel Klein, escribano

Miguel Klein era un abogado de poca monta que se dedicaba a los delitos menores y a defender a las víctimas de accidentes de auto. Había estudiado la carrera de escribano pero no había conocido ninguno que quisiera tomarlo bajo su tutela, para poder legarle luego su registro. El negocio de la escribanía se cerraba entre padres e hijos, y muy difícilmente alguien de afuera podía acceder. Mucho menos el hijo de un inmigrante alemán.

Herr Klein conoció a Geoffrey Müller a las afueras del juzgado civil. Müller buscaba algo especial en alguno de los tantos abogados que desfilaban hacia dentro y fuera de esa puerta. Lo encontró en Klein, un hombre de aproximadamente cuarenta años, el cabello cortado a reglamento y los anteojos de marco de carey circulares. Estaba impoluto, como si fuera ya un escribano en ejercicio. Müller se acercó y lo tomó por los hombros. Le dijo que ese era su día de suerte, si accedía a firmar unos papeles. Klein se dijo que, efectivamente, ese podía ser su día de suerte. Se dirigieron a su oficina.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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