La casa de la bruma

9. Nombres

A partir de 1939, la red de colaboradores se puso en movimiento. Esto se debía a la llegada de Johann Weimann, quien sería eslabón fantasma de la cadena. En su nueva casona en San Isidro, Weimann y herr Müller empezaron a preparar los pasaportes de acuerdo con las indicaciones de herr Meier. Después de un par de intentos fallidos, el producto final salió como era esperado y fue así que prepararon los primeros documentos: eran para una familia que se apellidaba Becker.

Herr Müller tenía una lista doble. En una columna estaban los nombres de los alemanes que vendrían, en la otra columna, los apellidos con los que entrarían al país. La lista de Müller era siempre corta, apenas unos nombres para los pasaportes que podrían hacer en una noche. Días después, cuando volvía a la casa de San Isidro traía nuevos nombres, con sus datos de filiación, fechas, lugares de nacimiento y demás. Conforme iban llegando las primeras familias, e incluso las primeras personas solas, herr Weimann empezó a sentir la euforia del trabajo bien hecho.

El recuerdo velado de la guerra que había vivido de pequeño hacía que Weimann sintiera afinidad por cada uno de los niños para quienes confeccionaban los pasaportes. Herr Müller era distinto: él había vivido la guerra siendo mayor, había sido soldado y todavía tenía las secuelas que dejaron las balas y las detonaciones de las bombas, propias y enemigas. Para él, un pasaporte bien hecho era la liberación de un hombre de la trinchera.

Las listas de nombres que traía herr Müller eran destruidas después de usarse. Los pasaportes con los nombres en esta eran llevados por el alemán. Weimann no conocía ni la procedencia de los nombres ni la forma en que los documentos eran enviados a una Alemania que ardía en llamas.

Los primeros nombres fueron traídos directamente desde Alemania por un hombre que había logrado sortear la mala suerte de la guerra. Había llegado en mayo de 1938 y traía consigo el pedido urgente de ayuda para otros en su situación.

Aleksander Richter se había adentrado por los bares de Buenos Aires hasta dar con aquel donde se juntaban los alemanes que aún eran fieles a la nación. Allí nadie quiso escuchar su caso y solo recibió una comida de parte de un parroquiano. Sin embargo, Richter no se rindió. Volvió cada día durante una semana a comer la misma comida de salchicha alemana y huevo revuelto hasta que herr Müller se acercó a él.

Arthur Müller tenía una altura que sobrepasaba la media. Era un día de mayo con frío, así que llevaba un abrigo negro sobre el traje también negro.

—¿Quién es usted y a quién busca? —Preguntó sin rodeos el recién llegado.

Desde su silla, mirando hacia arriba como quien no se reconoce en desventaja, Richter respondió:

Ich warte auf sie, sir (Lo espero a usted, señor).

Ese día, herr Richter, un armero de Múnich, le entregó a herr Müller la primera lista de nombres. En compensación, Müller le entregó una cédula falsa con la que se perdió en la selva de la Triple Frontera, de donde ya no volvió.

La segunda lista la trajo una mujer que escondía entre su pollera un anillo de su marido con la cruz esvástica, mientras indicaba a su hijo mayor que no saludara como hacía al Führer. A ella la esperaba un hermano de su marido en Bariloche, un deutschargentinier (Germano-argentinos), así que se arregló que todos consiguieran pasaje en el siguiente tren. Müller se mantuvo en silencio; era obvio que quien la esperaba era en realidad su marido.

La tercera lista la trajo un joven cuya familia había muerto en un bombardeo en Berlín y ya no tenía a nadie. A él se le consiguió trabajo en el puerto de San Julián, en la provincia de Santa Cruz.

Una a una iban llegando las listas; nunca tenían más de diez nombres. Weimann no sabía cómo se contactaban en Alemania personas de trasfondos tan distintos. Pero aunque no los conociera personalmente, solo sabía que él estaba ayudándolos a entrar a la Argentina. De haber reconocido el águila dorada y la cruz distintiva que muchos de ellos portaban, quizás su predisposición hubiera sido diferente.

Años más tarde, cuando Ada Graf (otrora Fiore) se subiera a su escarabajo para huir de la vergüenza de un embarazo sin padre frente a su familia y para confeccionar pasaportes, se dijo que el destino jugaba con ellos de forma irónica. Ada era judía sefardí, aunque no practicaran en su familia y las costumbres se les hubieran perdido. Pero sentada en el Beetle negro ella exudaba seguridad en que él le cambiaría la vida. Después de trabajar con ella un par de semanas, Weimann se dijo que se lo debía.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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