La casa de la bruma

12. La leyenda

Herman y Clarisse Winter fueron huéspedes de honor durante dos semanas. Durante todo ese tiempo, herr Weimann se notaba incómodo, inquieto y, por momentos, displicente hacia los invitados. Era evidente que su trato con herr Müller no había incluido hacer de anfitrión de un hombre evidentemente nazi y de su hija entrada en años y desesperada por encontrar un hombre.

—Yo creo que el señor ya no soporta su presencia —afirmó la señora Rosa mientras deshuesaba un pollo—. Las visitas son como el pescado. Después de dos días empiezan a oler mal.

Ada echó una carcajada al aire. Estaba sentada en la cocina junto a Rosa y escuchaba sus barbaridades tan teñidas del aire del Río de la Plata. Rosa era una porteña de pies a cabeza.

—¡Fräu Ada! —Se oyó desde el otro lado del patio la voz grave del señor.

Ada se levantó deprisa y se dirigió hacia la biblioteca, de donde supuso que venía el llamado. Efectivamente, herr Weimann estaba de pie bajo el dintel, en chaleco y mangas de camisa. Ella pensó en que estaba desabrigado. Se lo dijo y solo obtuvo una risa.

—Ya se ha levantado la bruma —en efecto, la mañana estaba avanzada—. Debo ir a la capital por algunos recados. Necesitaré de sus servicios. Lleve abrigo, volveremos tarde.

Estacionaron el VW Beetle en la zona del centro. Era un perfecto día de invierno, soleado lo suficiente para usar gafas oscuras. Weimann tenía un par que usaba siempre que manejaba. De la guantera del auto, rescató un par femenino con marco color bordó y se lo alcanzó a Ada.

—Toma, combina con tu bufanda.

Durante todo el camino desde que habían salido de Nebelhaus, el buen humor de Johann iba in crescendo con cada kilómetro que los alejaba de la casa y sus huéspedes. Ada terminó por darle la razón a los divagues de la señora Rosa. Para el señor Weimann, la casa se había convertido en una cárcel. Lo que Ada no sabía era que ese día sería especial para aquellos visitantes que pretendían quedarse más de lo convenido. Por su lado, los que viajaban en el escarabajo tenían que visitar a herr Meier en el bar La Academia, en Callao casi Avenida Corrientes. Necesitaban más pasaportes en blanco. Después entregarían aquellos listos en la oficina de la Avenida de Mayo. Esta vez no verían a herr Müller, lo que daba tranquilidad a Ada.

Si bien el señor Müller se había comportado de forma caballerosa cuando contactó a Ada, sus encuentros posteriores no dejaban de mostrar una cierta animosidad. Si ella hacía bien las cuentas, podía afirmar que el comportamiento de él había cambiado cuando se enteró de que ella era judía sefardí. Pensó que era una tontera, ya que su familia no había practicado nunca la religión de Abraham, pero llegaba a la suposición de que para Müller sí era un asunto serio.

Una vez llegada a esa conclusión, Ada había hablado con el señor Weimann quien, si bien no había negado nada, tampoco lo había aseverado. Entonces un silencio se hubo levantado entre ellos y ambos entendieron que era el nazi en Müller el que despreciaba la judía en Ada.

 

Mientras Ada y Weimann hacían recados en Buenos Aires, la París de Sudamérica, en San Isidro la señora Leman servía ella misma el pollo al disco que había preparado Rosa. Deliberadamente, se detuvo más de lo necesario entre el juego de platos y las fuentes con las salsas y las papas hervidas con queso. Sirvió el plato de cebollines caramelizados y agregó la manteca para el pan. Colocó la frappera entre los comensales y, finalmente, quitó el plato y los cubiertos ubicados en la cabecera de la mesa. Se detuvo lentamente a hacer ver que herr Weimann no almorzaría con ellos.

—Fräu Leman, ¿Johann no almorzará con mein vater (mi padre) y conmigo?

Der herr (el señor) tiene un día especial hoy. No sé si debo decirlo, pero se cumplen cinco años de la partida de fräu Weimann.

—¿Cinco años? ¿Y todavía es un día especial? —desdeñó Clarissa.

—Fräu Pilar era una mujer maravillosa. Nadie podrá quitarla del corazón de herr Weimann. ¿No ha oído la historia?

Como era de esperar, Clarisse se interesó en la vida que habían llevado Johann y Pilar. La señora Leman, disculpándose constantemente por ser indiscreta y preguntándose de a ratos si estaba bien que lo fuera, narró la historia que había inventado herr Müller. Solo que, para que este no refutara la narración a posteriori, Leman agregaba detalles que bien podrían ser parte de la vida previa en Córdoba.

—Fräu Pilar era una mujer extremadamente hermosa. Parecía un ángel, con su tez blanca como la nieve que transparentaba de azul sus venas. Tenía grandes ojos marrones oscuros. Y su cabello… era algo que yo amaba peinar todos los días, durante media hora. Lo tenía largo y ondulado, como toda española. A mí nunca me han caído en gracia los españoles, pero la señora Pilar era agua de otro pozo. Era perfecta.

«Primero la conocí a ella. Yo estaba perdida en el mercado del Abasto, entre tanta verdura y fruta; entre el pescado y el novillo. Era la primera vez que entraba a ese lugar tan inmenso. ¡Si fue ahí que subí por única vez en escaleras mecánicas! La señora Pilar estaba vestida de blanco, como un ángel. Creo que eso ya lo he dicho. Su trenza colgaba larga y tupida, atada con un pañuelo en forma de moño. Llevaba una cesta en el brazo y sandalias en los pies. Era la primera vez que yo veía un ser tan perfecto. Ella me tomó del brazo y me quitó de entre medio de la multitud. Me rescató. Solo con ese gesto hizo que me volviera el alma al cuerpo. “Usted está perdida”, afirmó y yo asentí con la cabeza. Me ayudó a encontrar la puerta a la Avenida Corrientes y dijo: “ahora le han vuelto los colores a las mejillas. ¿Necesita algo más? Puedo conseguirle agua”. Le agradecí y me negué a recibir más ayuda. “Allí llega mi marido”, dijo de pronto.

«Imaginarán que a quien vi llegar en ese momento no era otro que herr Weimann. Él no me prestó atención a mí, solo estacionó ese escarabajo junto al cordón y bajó con una sonrisa inmensa para ella. “Tienes el cesto vacío, liebes (querida)”. Pensaba disculparla yo, pues era por mi causa, pero ella empezó a reír de la manera más bella que he escuchado. Él la miró y vi un par de ojos celestes colmados de amor. Él también se rio.



#7035 en Otros
#648 en Novela histórica
#12261 en Novela romántica

En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.