La casa de la bruma

13. Vida y guerra

Mientras que en Europa los aliados golpeaban constantemente los países nazifascistas y la población civil sufría las consecuencias, la Argentina también se encontraba dividida. Terratenientes, comerciantes, militares y muchos diplomáticos, clérigos, periodistas y políticos seguían con el corazón en la Europa del Eje, con el Führer y el Duce.

Era el 26 de julio de 1943 cuando Ada Graf y Johann Weimann caminaban por la calle Callao. En la esquina con Rivadavia, frente a la Confitería El Molino donde Ada hubo trabajado, se frenaron en el puesto de diarios de Alfredito. Este ya conocía a la pareja, que una o dos veces al mes pasaba a comprar el diario y alguna revista sobre tejido o costura para la señora que esperaba un bebé.

Ese día, el diario trajo la noticia de que Benito Mussolini, partidario de Adolf Hitler, había sido destituido. Los mismos adeptos a la ideología del Duce se habían levantado en armas contra el fascismo. Italia ardía bajo el paso de las tropas aliadas que marchaban sobre su territorio desde mediados de mes. De pie en la esquina, Johann repasó rápidamente las noticias y luego desechó el diario en un cesto de basura. Ada se quedó con ganas de leerlo. Sabía que su trabajo dependía de Alemania y de lo que allí estuviera sucediendo. Pero también quería conocer la suerte, buena o mala, de su Italia amada. Si bien su familia directa estaba a salvo en la casona de San Telmo, en Bari habían quedado tíos, primos, amigos y vecinos con quienes había crecido y de quienes no conocía noticias.

En las últimas semanas, se habían doblado la cantidad de pasaportes que hacían por noche. Weimann trabajaba en silencio, con la seriedad en el entrecejo fruncido. Ada no hacía preguntas, como estaba estipulado en el contrato. Por eso leer ese periódico había sido tan importante para ella. Pero ya estaba hecho un bollo en el basurero. Miró con insistencia a su jefe.

—Nada, Ada. No decía nada.

Cuando estaban a solas, herr Weimann se dirigía a ella por su nombre. Especialmente cuando salían en la ciudad, él le había pedido que hiciera lo mismo.

—Johann, ¿e Italia? ¿Hay noticias de Italia?

—El Duce ha caído. Almorzaremos en La Americana, vamos hasta Bartolomé Mitre. —Caminaron por Callao en silencio, uno al lado del otro.

Ada quedó cavilando, solo los partidarios llamaban a Mussolini «el Duce», el apelativo propagandístico con el que se hacía nombrar. Ahora el caudillo había caído y el destino de Italia, incierto, estaría en manos de los países aliados. Y Johann lo llamaba por su apelativo, al igual que hacía con Adolf Hitler. Ada, en su papel de secretaria de herr Weimann y herr Müller, debía hacer lo mismo, aunque desdeñara esos apodos.

La Americana era el mejor lugar para comer pizza en porciones. Apenas vieron entrar a Ada, un mozo los acompañó al primer piso, donde estaba el comedor. Pidieron dos porciones de muzzarella cada uno y comieron en silencio.

—Ada, no quiero preocuparte. Por eso prefiero esconderte información. Discúlpame si soy egoísta.

—Johann, no soy una niña. Estoy a un mes de ser madre. Quiero saber qué pasa en el mundo. Qué pasa con mi pueblo. Entiéndame.

—No decía más nada, pero si quiere le compro otro periódico para que se lleve a Nebelhaus. Sé que usted está dividida entre su deber con su familia y su deber con su trabajo. Créame, si todos los involucrados supieran lo que están haciendo, también tendrían remordimientos.

—Entonces, ¿por qué? —lo apremió Ada.

—Porque necesitaba una excusa para salir de Córdoba, Ada. Porque todavía no puedo hablar de lo que perdí allí. Reinventarme a mí mismo ha sido la mejor forma de huir.

«Usted no tiene coraje», pensó en decirle Ada. Pero se dio cuenta que no podía juzgar a nadie sin conocer su verdadera historia. La muchacha siguió masticando en silencio. De postre, pidieron un flan con crema para compartir. Ada opinaba que era el mejor que hubiera probado. Hacia la última cucharada, Johann y ella habían hecho tácitamente las paces.

Cuando salieron de nuevo a la calle, el frío del viento les quemó las mejillas y despeinó a Ada. Johann sacó un pañuelo de su gabán gris y, con un poco de vergüenza, ató una vincha en el cabello castaño de Ada. Junto con los lentes bordó, realmente se parecía a la bella actriz Olga Zubarry. La gente pasaba y fijaba la mirada en su rostro. Ada sonreía la gracia de que un hombre se hubiera tomado la molestia de ayudarla con su peinado. Nunca antes un hombre se le había acercado tanto sin otro motivo que el de darle una mano. ¡Y lo hacía justo cuando ella estaba redonda de embarazo!

—Johann, ¿qué haremos ahora? Me hace bien caminar para evitar que se me hinchen los pies. Diga adónde y allí iremos.

—Entonces iremos al Bazar Dos Mundos, el de José Roger Balet. Un inmigrante como tú. Verás adónde ha llegado con su esfuerzo. Como lo haces también tú.

Johann sonrió y Ada perdió el aliento por un momento. A él no se le daba sonreír por cualquier razón. Sus sonrisas eran contadas y tal vez por eso eran más apreciadas. Como el reflejo de un espejo, ella también sonrió, mostrando sus perfectos dientes blancos. Mientras que él escatimaba las sonrisas, ella las regalaba sin ton ni son a todo el que la quisiera. Y tal vez por eso eran tan valiosas para él; porque cuando curvaba su boca entreabierta para él, no lo hacía para nadie más. Le entregaba un momento magnífico que no volvería.

El Bazar Dos Mundos estaba en la esquina de Sarmiento. No habían tenido que alejarse mucho de la Plaza del Congreso, caminando por Callao. Una vez allí, Johann reveló su propósito.

—Ada, es hora de comprar lo que necesita el bebé –por alguna razón se negaba a llamarlo Nico—. Queda un mes y aún no tienes nada más que tus tejidos.

—Señor, ¿pero qué dice? Yo no tengo dinero y una vez que nazca el niño deberé volver al conventillo.

—¿Por qué haría eso? Todavía tenemos trabajo. Al menos mientras Alemania siga en pie. Y después habrá incluso más.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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