Mayo llegaba a su fin y se aproximaba junio con su invierno, más frío y con bruma espesa como copos de nieve. En Nebelhaus, la humedad de la provincia de Buenos Aires se colaba en las habitaciones calefaccionadas a duras penas con braseros. El señor Denver compraba leña cada vez más a menudo y los habitantes de la casa resentían ese patio central abierto en donde parecía que siempre estaba lloviendo.
Un viernes de principio de junio, Müller envió una nota a Weimann con el objeto de urgir una reunión. El señor se cambió el traje por uno más grueso y se abrigó con un gabán forrado en piel de cordero. A último momento, su secretaria lo corrió para envolver su cuello en una bufanda. Ese fue un gesto que movilizó a ambos, si bien lo minimizaron los dos.
En Europa, la guerra terminaba y en Berlín se reunían representantes de las fuerzas aliadas para hacerse cargo del gobierno. La ciudad había sido tomada en mayo por los soviéticos, quienes más tarde marcharon sobre Múnich.
Herr Weimann y herr Müller se encontraron donde siempre, en el bar La Academia en el barrio de Congreso. Herr Müller ya lo esperaba al fondo, sentado frente a una mesa solitaria. Su rostro denotaba preocupación. Incluso antes de que Weimann se sentara, Müller lo compelió a comprometerse con lo que le pediría. Si el cordobés hubiera sabido aquello que el alemán estaba por decir, se hubiera negado desde el principio. Pero tuvo en cuenta toda aquella situación que los había aliado momentáneamente y creyó en que sería parte del plan mayor.
—Existe una persona —inició herr Müller cuando les hubieron traído un café humeante—, hay que traerla de Alemania. Esta vez no sé si será fácil, pero necesito que alguien vaya por ella. Solo puedo confiar en ti, Johann.
—¿Quién es?
—Una mujer.
—Debo saber por qué me voy a jugar la vida si acepto. Por qué y por quién.
—Es mi hija. La hija que abandoné. Encontré su nombre en un diario alemán. Ella es viuda de un general nazi. No la dejarán salir del país ni quizás vivir. Te lo pido por favor, Johann. Eres su única oportunidad.
Weimann sopesó en silencio la poca información que le había dado Müller. Mientras que preparar pasaportes falsos podría constarle una enorme multa o incluso una fianza, ir hasta Alemania significaba poner la vida en peligro. Estaría allí de donde llegaban los refugiados: el fuego cruzado entre el Eje y los aliados. Si iba a aceptar, entonces pediría un alto precio a cambio. Un precio que, de ser cobrado, no lo haría él.
—Lo haré. Pero tengo un precio.
—Todos tienen un precio. Yo pagaré el que tú pidas.
Weimann dio su precio y Müller aceptó. Ambos estrecharon manos como señal del trato cerrado. Sin embargo, una vez terminado el café, se encaminaron a la oficina de la Avenida de Mayo donde el escribano Klein pondría un orden legal al convenio pactado.
El primer día del invierno, Johann preparó una valija ligera. En el hemisferio norte estaba comenzando el verano. Tomó eso en cuenta a la hora de preparar el escondite entre sus ropas de la documentación que requería para traer a fräulein Greta Müller, también fräu Greta von Wegberg, según su apellido de casada. Para el momento en que subiera al barco que la traería a la Argentina junto a Weimann, sería fräu Greta Weimann. Johann había preparado él mismo el pasaporte de la hija de Müller y herr Klein había dispuesto toda la documentación que daba fe del matrimonio de ambos viajeros.
Ese 21 de junio, mientras caía la tarde, Johann entró al cuarto de Ada. Ella estaba allí sola, pues la niña jugaba con la señora Rosa en la cocina. Él quería hablar, pero las palabras se le agolparon en la garganta. La miró con tristeza en el alma, pensando en que quizá sería esa la última vez que estarían a solas. Entonces bajó la mirada para poder concentrarse y decir:
—Mañana parto hacia Alemania. Tengo un trabajo que hacer allí. No sé si volveré. He hecho algunos preparativos para usted y los demás. Incluyendo a Nico.
—Pero… —Ada se emocionó casi sin entender lo que le pasaba, la razón por la que le pesaba el pecho—. ¿Qué arreglos necesita hacer? Usted volverá a nosotros.
—Señora Ada… Ada. No conozco qué sucederá en un futuro próximo. Sea lo que sea, prométame que cuidará de usted y de Nicole. Irá a ver al escribano Klein si no vuelvo antes de que termine el año. Prométamelo. Y después se irá de esta casa.
Ada se sentía inquieta ante las palabras de Johann. Él volvería. Claro que lo haría. Todavía creía que Weimann era un hombre todopoderoso.
—Mientras esperamos por usted, ¿qué haremos? ¿Qué haré?
—No tema por su trabajo. Fräu Leman estará al frente de la casa como de costumbre y usted se encargará de preparar los pasaportes como hasta ahora. Los llevará a herr Klein cuando estén listos. Todo seguirá funcionando como hasta ahora.
Weimann explicaba a Ada los pormenores del trabajo en la casa, pero la pregunta de ella significaba mucho más. En ese año compartiendo juntos los días de trabajo y las noches de tensión, en las mañanas en Congreso y las tardes en la biblioteca con la niña, entre la bruma y bajo el Sol, algo había surgido dentro de Ada. Era un sentimiento que no podía decir, pues Weimann era su patrón. Y sin embargo, cada vez que lo veía el corazón le daba un vuelco. En ese momento, que parecía que estaba despidiéndose, el interior de Ada se resquebrajaba hasta caer al suelo.
—Pero usted no estará. No será como siempre. —Ada se mordió el labio inferior, como si no quisiera decir las palabras que de todos modos iban a salirle—. Vuelva a mí, por favor.
Los sonidos salían de la boca de Ada y su significado había sido todo lo que Johann necesitaba para cubrir los cinco pasos que la alejaban de ella y abrazarla. La envolvió en sus brazos y ella respondió como un imán: ninguno quería soltar al otro. Johann acercó el rostro al cabello de ella, que olía a vainilla. Ese aroma lo había atontado durante todo el último año en que habían trabajado juntos. Para él, la vainilla siempre significaría ella.