La casa de la bruma

17. Die hinfahrt (Un viaje de ida)

Fräu Frederika Acker

Trastabillaba por el camino fangoso. En los últimos días, no había parado de llover. Tenía los zapatos y las medias húmedas y, con cada paso que daba, sentía cómo las ampollas le iban explotando dentro del calzado. Cada paso era doloroso, pero debía seguir adelante.

Era verano en el hemisferio norte pero los refugiados seguían sintiendo el frío del invierno. Largas colas de gente caminaba por las ciudades, entre los árboles del bosque y por fuera de las granjas. Comían muy poco: lo que traían encima y lo que cazaban los más ágiles. Alguien lideraba la fila, a veces uno, a veces otro. No siempre eran los mismos.

Ella se había unido a esta fila a las afueras de Hansestadt-Werben, cerca de donde corría el río Elbe. Ese era su punto de referencia. Ya lo había estudiado en un mapa con otros refugiados. Seguiría el río Elbe y se desviaría a tiempo para llegar a Hamburgo. Allí, se subiría a un barco rumbo a Dinamarca. No importaba el barco, solo la dirección.

En el bolsillo de la chaqueta tenía la identificación de una mujer llamada Frederika Acker. La había comprado con un collar de diamantes que había podido rescatar antes de huir. La foto estaba húmeda como todo lo demás: zapatos, vestido, chaqueta. El pañuelo con el que se cubría la cabeza, otrora de colores, estaba manchado con barro. Antes de salir, se había cortado el hermoso cabello rubio que deslumbraba y ahora se tapaba los mechones que quedaban con esa pañoleta sucia. Por su bien, debía parecer pobre y, de preferencia, enfermiza.

Ella no hablaba con nadie pero distinguía en algunos ojos el fuego que ella misma llevaba en el interior. El de los perdedores. El de quienes quisieran seguir peleando pero ya no pueden más. Se preguntaba qué verían en los suyos. Sería fuego, pero de distinta naturaleza. Era fuego por todo lo que le habían quitado durante su vida y por cómo seguía cayendo cada vez más hondo.

En el comienzo no había tenido a nadie. La habían abandonado. Un día cualquiera, la rescató una tía y le dio un apellido. Luego la convirtió en una dama y la vendió al mejor postor. Ese hombre, parte del régimen nazi, era mayor que ella. Con ese matrimonio, ella perdió la libertad que le había dado ser nadie. En ese momento, mientras caminaba junto al río, sintió la bronca en su interior. Ese era el fuego que se veía en sus ojos. El dolor y el enojo por lo que había perdido, uno a uno, durante su vida.

Trastabilló. Un hombre de profundos ojos celestes se acercó a ella y le tendió la mano.

Müssen uns gegenseitig helfen, fräulein (Entre nosotros debemos ayudarnos, señorita).

Ese parecía ser un saludo inocente, más la intensidad con que el hombre la miró a los ojos le dijo que él sabía la procedencia de ella, porque él mismo venía del mismo lugar.

La mujer que ahora se llamaba Frederika agachó la cabeza en señal de agradecimiento y respeto. En los días que llevaba caminando con esa gente, había logrado distinguir ciertos comportamientos. Aquellos que provenían del campo agradecían agachando la cabeza, como si no fueran dignos o estuvieran haciendo una reverencia. Fräulein Frederika hizo lo mismo, para desconcierto del hombre que la soltó de pronto. Le había parecido que ella era una infiltrada socialista como él mismo. No sabía qué lo insultaba más: haberse equivocado o haber tocado a una mujer de casta baja. Se alejó de ella intentado disimular su desagrado. Solo esperaba llegar a tiempo para el barco que lo llevaría a Dinamarca y luego de allí, a América del Sur. En su bolsa llevaba algunos objetos de valor que podría intercambiar por un boleto y que lo ayudaría a asentarse en su destino.

Mientras el desconocido cavilaba esto, Frederika se sentía igual. Aunque había pasado la prueba de mejor forma que él. Después de todo, ella había sido criada en una casta inferior y con el único objetivo de ser una sirvienta o una lavandera.

A pie, llegar a Hamburgo tomaba treinta y cinco horas. Ella no se animaba a sacar del bolsillo el reloj de su marido para contar el tiempo que le faltaría. Debía contentarse con lo que escuchaba alrededor. Dormirían esa noche y al día siguiente llegarían.

 

Herr Albert Aartz

Se había parado frente a su ventana un hombre con traje gris. La ropa era vieja pero no estaba gastada ni rota. Por eso decidió herr Aartz que no podía confiar en él. Vivía en una época en que Alemania y Europa entera se desmoronaban. En ese contexto, nadie tenía trajes de tres piezas sin agujeros. Él mismo no los tenía, con los negocios sólidos en los que estaba metido.

Miró al extraño desde el otro lado del escaparate que observaba a través de telas de arañas y polvillo. Hacía años que herr Aartz no limpiaba esa vidriera, simplemente porque así servía mejor a su propósito. Solo llegaban a él quienes necesitaran lo que en realidad vendía: información y documentación. Una vía de escape tan segura como fuera de escurridizo el comprador.

Esperó. Dentro de la tienda de relojes rotos y llenos de polvo, esperó. No confiaba en ese hombre, bien podría ser inglés o francés. Incluso estadounidense. Podía estar buscándolo para apresarlo y exigirle información. No. Él no diría nada. Se quedaría callado fuere cual fuere el método de tortura que los aliados usaran en su contra. Eran tiempos violentos y de miedo. Los que habían apoyado al régimen nacionalsocialista eran ahora los enemigos públicos más buscados.

Nada. Él no diría nada. Estaría callado y dejaría que lo ejecutaran sin decir una palabra. Ese hombre, ese aliado, ahí a su puerta solo podía significar que lo habían descubierto. Fue hacia la parte trasera y se abrigó. Aunque el calor ya pesaba en el verano germano, sabía que en prisión siempre hacía frío.

Entonces sonó la campana. El hombre de gris se había quitado el sombrero. Herr Aartz sintió que era su fin, y solo esperaba que fuera rápido.

—Buenas tardes, ¿es usted a quien busco? —Inició el desconocido con una pregunta. Claro que era él. Se vio tentado a mentirle, pero de alguna forma supo que el yanqui tenía ya sus santos y señas.



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En el texto hay: historia, amor

Editado: 17.11.2022

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