La Casa de las Bestias

Capítulo 3

No duermo.

Me estiro sobre la cama reforzada, mirando el techo como si fuera a desprenderse en cualquier momento y caerme encima. El sello mágico vibra por debajo del colchón como un corazón ajeno. La habitación huele a lavanda, humo… y preocupación mal disimulada.

Cierro los ojos. Los abro. Los vuelvo a cerrar.

—Podés dejar de fingir —susurra el demonio—. Sabés que no vas a dormir como una persona normal.

«Las personas normales no hablan con voces que vienen de El Abismo», le respondo mentalmente.

—Por eso —dice, satisfecho—. Vos ya no sos “normal”. Sos interesante.

Ruedo sobre la cama, boca abajo, enterrando la cara en la almohada. No sirve de nada: la voz está adentro, no afuera.

—Además —añade—, hay cosas que tengo que mostrarte.

—No estoy de humor para un tour nocturno, gracias —gruño en silencio.

—No es un tour —corrige, divertido—. Es información. Valiosa. De la cara bonita que camina con demasiada autoridad por estos pasillos.

Mi estómago se contrae. Sé de quién habla.

Kram. Por supuesto.

—No necesito que me hagas parte del fandom místico del primer ministro —respondo—. Ya vi suficiente hoy.

—No—dice él—. Hoy apenas viste la superficie.
Ahora vas a ver… por qué te conviene no soltarlo.

No llego a decir “no”.

La habitación se disuelve en un santiamén y…

No es un sueño normal. Los sueños normales tienen bordes borrosos. Esto es nítido. Demasiado.

Estoy de pie en medio de la Cámara de Sombras. Pero no es la de hoy: es otra. Más vieja. Las paredes están cubiertas de símbolos que nunca vi, más primitivos, más intensos. La piedra está manchada de algo oscuro que no quiero identificar demasiado.

En los círculos de las Casas no hay personas, sino sombras alargadas, con coronas, máscaras, armas. Sus bocas se mueven, pero no escucho palabras. Escucho… coros. Voces superpuestas, susurrando en un idioma que mi mente reconoce sin haberlo aprendido nunca.

En el centro de la Cámara yace una figura. Al principio es solo un contorno de luz pálida. Después, la luz baja. Y queda él.

Kram.

No lleva traje. No lleva capa. No lleva nada que reconozca del Palacio. Va vestido con ropa oscura sin insignias, las mangas arremangadas, las manos descubiertas. Sus ojos brillan más que cualquier sello.

Sobre su cabeza, las coronas de las siete Casas flotan como si estuvieran colgando de hilos invisibles. De pronto, una a una, empiezan a caer. No sobre él. En él. Se disuelven en su pecho como si fueran tragadas por una fuerza mayor.

Las voces se intensifican. Ahora entiendo palabras sueltas:

“Portador”. “Enviado”. “Equilibrio”. “Insaciable”.

Mi corazón golpea contra mis costillas.

—¿Qué es esto? —pregunto, aunque sé que el demonio está en alguna parte, riendo.

—Un futuro posible —responde su voz, desde todos lados, desde ninguno—. O un pasado mal entendido. Las profecías no distinguen bien.

El Kram de la visión levanta la vista. No me ve. No puede. No soy parte de esa escena. Pero siento algo: una corriente que nace desde él y atraviesa las Casas, las coronas, las sombras.

En torno a su pecho, se dibuja una marca de luz, compleja, casi como una espiral con vértices. Y de esa marca salen hilos que se conectan…

Conmigo.

Lo siento. Literalmente. Un tirón en mi esternón. Una quemadura suave en la piel.

Bajo la mirada. En mi propia visión, mi pecho brilla. La misma marca. La misma forma.

—No —susurro—. No, no, no.

El demonio ríe.

—Sí.

De pronto, las siete sombras de las Casas se inclinan ante él. No como súbditos disciplinados. Como sobrevivientes. Como gente que se aferra a la única estructura que no colapsó bajo sus pies.

Las voces vuelven a hablar:

“Si cae él, cae todo.” “Si lo matan, no queda nada.” “Si lo guían mal, el hambre se vuelve plaga.”

Siento frío. Más frío que en cualquier invocación.

—¿Qué… significa esto? —pregunto—. ¿Es una profecía? ¿Un chiste? ¿Un mal montaje teatral?

—Es una certeza —responde el demonio, y ahora su voz no suena burlona, sino grave—. Él no lo sabe. Ellos tampoco. Pero del otro lado ya circula el rumor: tu primer ministro no es “solo” un político. Es una bisagra. Un punto de inflexión. Un… cómo lo llaman ustedes…

—¿Mesías? —escupo la palabra, horrorizada.

—Eso —dice, complacido—. Un enviado. En el mejor de los casos, un salvador. En el peor, un desastre con buenas intenciones.

Las coronas siguen deshaciéndose en su pecho. Yo no puedo moverme.

—¿Por qué me mostrás esto? —pregunto—. ¿Qué gano yo?

—Prioridad —responde—. Vos sos el enlace. No solo mío. También de esta información. Ahora alguien en el lado humano sabe lo que muchos sospechan y pocos pueden probar.

Las sombras cambian. De pronto ya no están inclinadas; algunas se alzan, amenazantes. Veo cuchillos, veo consignas, veo símbolos de protesta. No son espíritus. Son imágenes del mundo de arriba. Gente en pasillos, en oficinas, en tabernas elegantes donde se decide lo que nunca se vota.

La oposición. La trastienda política.

—Imaginá que ellos se enteran —continúa el demonio, con suavidad—. Que saben que hay confirmación, desde acá abajo, de que él es clave. Que si lo rompen, rompen todo. Algunos van a querer eliminarlo. Otros, usarlo como bandera. “Miren, hasta los demonios lo legitiman”. ¿Divertido, no?

Me arde la garganta.

—No. No es divertido. Es…

—Valioso —me interrumpe—. Y peligroso. Y vos sos la única que lo sabe con esta nitidez. Eso te vuelve… cómo decirlo…

—Un blanco —susurro.

—Y una moneda de cambio —añade—. Depende de con quién decidas hablar.

Las imágenes se aceleran. Veo a Kram en un estrado, con miles de manos alzadas. Después lo veo solo, con la mirada perdida, rodeado de cenizas. Después lo veo de espaldas, sangrando, con un símbolo grabado en la nuca.

No quiero ver más.



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En el texto hay: romance, terror, presidente

Editado: 23.12.2025

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