Me incorporo de golpe, jadeando. La habitación está a oscuras, pero no completamente: un resplandor tenue brilla sobre mi piel.
Miro hacia abajo.
En medio del esternón, donde siempre siento el vínculo con el demonio, algo cambió. No es solo la percepción interna. Es… visible.
Una marca. Pequeña, pero definida. La misma espiral con vértices que vi en la visión.
—¿Qué me hiciste? —susurro.
El demonio suspira, teatral.
—Siempre tan dramática. Solo consolidé lo que ya estaba. Lo tuyo con él ya venía firmado desde antes de que nacieras, pequeña. Yo solo subrayé.
—Yo no firmé nada —escupo.
—Querida, ninguna de las mejores historias empieza con alguien leyendo todos los términos —responde él, burlón—. Si te hace sentir mejor, él tampoco firmó conscientemente.
Me llevo la mano al pecho, intentando borrar la marca. No se va. La piel está caliente.
Pienso en lo que vi. En las coronas entrando en su pecho. En la palabra “mesías” flotando como un insulto y una promesa.
Si la oposición supiera esto, no dormiría más nadie en todo el país.
—¿Por qué yo? —susurro—. De todas las espiritistas, de todas las mentes, ¿por qué me mostrás esto a mí?
—Porque vos ya estás sucia —dice el demonio—. Y la gente sucia toma mejores decisiones cuando elige en qué charco quiere hundirse.
Pienso en decirle que se vaya al Abismo. Pero ya vive ahí, así que no tiene efecto.
Estoy por levantarme de la cama cuando el espejo vibra. Literalmente. El marco tiembla, un sonido grave recorre la madera como si alguien la estuviera golpeando desde muy lejos.
Se suponía que el espejo solo reaccionaba cuando algo intentaba entrar.
—Genial —murmuro—. Ahora sí empieza la parte divertida.
Me pongo de pie, descalza, el camisón corto pegado a la piel por el sudor. El aire está más frío que antes. O soy yo.
El vidrio del espejo se ennegrece en el centro, formando una mancha.
—Quédate atrás —dice el demonio, de repente serio.
Eso sí me alarma.
—¿Por qué? —pregunto.
—Porque esto no viene de mi parte—responde—. Viene de otra cosa. Y no es precisamente amiga.
Un segundo después, la marca de mi pecho arde. Y la casa encantada muestra su límite.
La mancha del espejo se abre como una pupila. De ella, un brazo. No de sombras, sino de carne cubierta con guantes negros y símbolos de contramágica.
—Hermoso —digo entre dientes—. Un asesino con estilo.
La figura termina de salir del espejo, cayendo al suelo con sigilo. Es alta, delgada, encapuchada. Lleva una máscara que le cubre la mitad del rostro, dejando a la vista solo la mandíbula y la boca. En una mano, un cuchillo; en la otra, un amuleto que vibra con una luz opaca.
Su presencia huele a incienso barato y a obediencia mal pagada.
—Quédate quieta —susurra el demonio—. Necesito ver de dónde viene.
No me da tiempo a quedarme muy quieta. El asesino se lanza hacia mí con una velocidad que no pertenece a alguien normal. El amuleto chispea: es un bloqueador. De magia.
—Perfecto —mascullo mientras esquivo la primera embestida—. Venís a matar a la única persona que puede ver en la oscuridad y te traés una linterna que me apaga las luces.
El cuchillo pasa a centímetros de mi costado. Siento el aire cortado.
—No hables —gruñe el demonio—. Movete.
Me lanzo hacia un costado, ruedo sobre la alfombra, agarro el primer objeto que encuentro: la lámpara de la mesa de noche. No es mágica, pero es sólida.
El asesino se gira hacia mí. No habla. Pero cuando mueve la cabeza, veo un símbolo tatuado en el cuello, apenas visible bajo la capucha. Lo reconozco al instante.
El despachador de sombras de la Asesora.
—Claro —murmuro—. Tenía que ser ella.
El amuleto chispea de nuevo. Siento un bloqueo sobre el pecho, como si una red me apretara. Mi magia se agita, buscando una salida.
—No puede cancelarme a mí —dice el demonio—. Pero puede hacerte difícil usarme.
—¿Soluciones? —pregunto, lanzando la lámpara.
Le doy de lleno en el hombro. El asesino se tambalea, pero no cae. El cuchillo resplandece.
—Golpealo donde no haya amuleto —indica el demonio, clínico—. La magia está en sus manos. La estupidez en su cabeza. Elegí.
—Voy por la parte más blanda —respondo.
El asesino se lanza de nuevo. Esta vez no esquivo hacia atrás, sino hacia adelante. Entro en su guardia, sintiendo el roce de su abrigo contra mi brazo. El filo me roza el muslo, quema. Pero llego donde quería: al cuello.
Clavo los dedos allí, justo sobre el tatuaje, y dejo que el vínculo se abra un poco. Solo un poco.
La oscuridad brota.
No como una llamarada grande. Como una aguja fina que atraviesa la piel ajena.
El asesino suelta un gruñido. Sus ojos —los que llega a ver por debajo de la capucha— se dilatan. Ve algo. No sé qué. No quiero saberlo.
—¿Ves? —susurra el demonio en su mente y en la mía—. Podrías haber tenido una noche tranquila. Pero elegiste venir a jugar a la habitación equivocada.
La mano del asesino se afloja. El amuleto cae al suelo, todavía brillando, pero lejos de mí.
La red sobre mi pecho se rompe.
Mi magia entra en mí como una ola.
—Ahí tenés tu solución —dice el demonio—. Ahora decidí: ¿lo dormimos… o lo matamos?
Trago saliva. Él tiembla bajo mis manos. La oscuridad está lista para hacer lo que yo decida. Abrirle la mente y borrarlo. Abrirle la garganta y callarlo.
—No lo mates —dice una voz nueva.
No es el demonio. Es otra.
Doy un respingo.
El asesino también.
Los dos giramos la cabeza hacia la puerta.
Kram.
Apoyado en el marco, sin escolta visible, con la camisa apenas desprendida en el cuello y los ojos encendidos como si se hubiera levantado a mitad de un incendio.
La marca de mi pecho arde todavía más.
—Llegás tarde a la fiesta —digo, aún con los dedos en el cuello del asesino—. Pero trajiste un consejo moral, qué detalle.