Amanecer gris. Ni una sombra se mueve en los pasillos del Palacio sin permiso. La tensión se siente como una cuerda apretada entre dos mundos.
Camino junto a Kram hacia la Sala Circular. Él va un paso delante, impecable, en silencio. Su presencia es una muralla. La mía… un arma inestable que todos temen pero nadie comprende.
—No hables a menos que yo te dé pie —dice Kram, sin mirarme.
—No abras ninguna puerta —responde el demonio en mi mente, divertido.
—No provoques a nadie —agrego yo, porque si no lo digo reviento.
—Estoy hablando en serio, Syerra —dice él finalmente—. Hoy te quieren muerta. No les des argumentos.
—Prometo intentarlo —respondo.
El demonio ríe.
—Prometer intentar no matar a nadie ya es un progreso.
Veamos, la situación es la siguiente: en el mundo de la política, hay asesoras espiritistas que invocan fuerzas del Abismo para obtener ventajas, sin embargo, el demonio enlazado por la máxima autoridad espiritista de Soebacam, es decir, la primera asesora presidencial, es el mismo demonio que ha enlazado conmigo y no nos está mostrando lo mismo a las dos. Parece que, en toda su malicia como buen demonio, aporta chispazos extras en mi dirección, profundizando una guerra de ego y poder contra esa mujer terrible quien ahora me quiere muera e irá en mi contra con todos los medios a su disposición, aspecto que Kram no desea porque no puede perder el acceso al demonio que obtiene de parte de ambas, con la diferencia de que él ha comenzado a dudar de su propia máxima autoridad.
Por ello Kram me defenderá a mí.
No porque yo le guste en absoluto.
La Sala Circular es un anfiteatro de mármol y símbolos antiguos. Siete estrados elevados, uno por cada Casa. En el centro, un círculo pequeño: el del acusado.
Adivinen quién.
Cuando entro, todas las miradas caen sobre mí. Algunas con miedo. Otras con asco. Y una, la de la Asesora Presidencial, con el tipo de odio refinado que se hereda de generación en generación.
Kram entra detrás. La actitud cambia. Sutilmente. Pero cambia.
Los ancianos y líderes inclinan la cabeza. No por respeto: por cálculo.
—Primer ministro —dice el Anciano de la Casa Mirval—. Comparece en una audiencia extraordinaria por decisión absoluta de las Casas.
Kram no responde. Camina hacia el centro conmigo.
Su mano roza mi espalda. Un gesto ínfimo. Pero suficiente para que mi respiración se enrede en mi garganta.
—Que comience —dice él, con una neutralidad que podría cortar mármol.
La Primera Asesora toma la palabra.
—Esta joven —dice, mirándome como si yo fuera una mancha en su vestido— es un riesgo estructural. Abrió un portal inestable, liberó un ente no autorizado, y casi destruye la Cámara de Sombras. Además, anoche atacó a un enviado mío sin motivo.
—Tu enviado entró a mi habitación para matarme —interrumpo, sin pensar.
—Silencio, espiritista —ordena la Asesora.
Kram da un paso. Apenas. Pero la temperatura baja varios grados.
—Nadie le dice silencio a alguien que está bajo mi protección —dice él.
La sala entera se tensa. La Asesora sonríe con veneno.
—¿Protección, primer ministro? Qué palabra tan… íntima.
Kram la mira como si estuviera evaluando aplastarla o ignorarla.
—Syerra actuó en defensa propia —dice él—. Y tengo pruebas.
Un murmullo.
—El asesino continúa vivo —añade—. En una celda. Disponible para interrogatorio. Algo que no ocurriría si mi acompañante hubiera querido matarlo.
«Mi acompañante». Mi estómago da una vuelta absurda.
El demonio también lo nota.
—Le gustás, pequeña. Aunque lo niegue, le gustás. Y está dispuesto a romper cráneos por eso.
La Asesora aprieta los labios.
—Aun así —dice—, el riesgo permanece. Ella no controla a la criatura del otro lado. Esa marca en su pecho…
—No es asunto de las Casas —interrumpe Kram en un tono tan filoso que varios ancianos retroceden un centímetro.
Yo trago saliva.
—La marca es evidencia de un vínculo maligno —insiste la Asesora—. Y por lo tanto, la ley autoriza su ejecución ritual.
Silencio. Absoluto. Como si todos esperaran ese momento.
Un anciano levanta la mano.
—Coincido —dice—. Si el demonio que maneja la balanza de poder está unido a una espiritista inestable, la espiritista debe ser eliminada. Por la estabilidad del país.
Mi corazón se detiene. Literal. No siento el siguiente latido.
—Ejecutarla ahora —añade— es lo más seguro para todos.
Kram no se mueve. Ni un músculo.
Pero la marca en mi pecho arde. Arde como fuego maldito.
Y la sala parece temblar. Levemente.
Un segundo. Dos. Cinco.
La Asesora lo nota.
—Primer ministro, ¿algo que quiera agregar antes de…?
Y ahí. Ahí sucede.
La marca de Kram. Esa que no se ve. Esa que solo yo percibo. Se activa.
Como si una mano invisible la encendiera.
Un resplandor tenue surge de su piel, justo bajo el cuello de la camisa. No visible al ojo humano, quizá.
Pero yo lo veo. Yo lo siento.
El demonio jadea.
—Ay, santo Abismo… ¡esto va a ser delicioso!
Kram levanta la cabeza.
Y cuando habla, su voz… no es la misma.
Es él. Pero también algo más.
Un eco. Una vibración. Una resonancia antigua.
—Nadie toca a Syerra —dice, despacio—. Nadie.
Las lámparas del techo parpadean. Un anciano se lleva la mano al pecho.
—Primer ministro… —tartamudea otro— su… su energía…
La Asesora retrocede medio paso. Solo medio. Pero suficiente para que yo lo vea.
—¿Querés ejecutar a alguien? —dice Kram, avanzando hacia ellos—. Ejecútenme a mí primero.
El demonio ríe, eufórico.
—¡Mirálo! Ni siquiera sabe que puede derrumbarlos a todos con un soplido. ¡Y ya está jugando a ser mártir! ¡Lo amo!
Las voces en la Sala se superponen:
—Es inaceptable.
—Está poseído.
—No, está usando magia política.
—¿Qué es ese brillo?
—No puede ser…