Sigo a Kram por el pasillo, todavía temblando. No de miedo. No exactamente.
Tiemblo porque en esa Sala Circular, frente a las Casas, él no es solo un hombre con poder.
Es otra cosa. Algo que vibra en el límite entre lo humano y lo que el Abismo respira cuando quiere jugar con nosotros.
Camina rápido, con la espalda tensa. No habla. Y eso me preocupa más que si estuviera gritando.
—Kram… —susurro.
—No ahora —responde, sin girarse.
Y la marca en mi pecho late, inquieta. Como si quisiera acercarse a la suya.
—Le estás gustando demasiado —dice el demonio, estirándose como un gato en mi mente—. Yo tengo dos teorías: a) está enamorado; b) va a convertirse en una divinidad accidental. En ambos casos, qué lindo quilombo se va a armar.
«Callate.»
—No. Hoy estoy inspirado.
Cuando llegamos a una sala privada, Kram finalmente se detiene. Cierra la puerta. Respira hondo.
Y apoya ambas manos contra la mesa.
La tensión sale de sus hombros como humo oscuro.
—Casi… —murmura—. Casi hago explotar esa sala.
—Lo sé—respondo—. La marca… no fui yo. Fuiste vos.
¿Es posible que tenga tanta fuerza su poder? ¿Por qué tengo mis dudas?
Él levanta la cabeza. Me mira como si quisiera negar algo, pero no encuentra argumento.
—Sentí algo—admite—. Como si me empujaran desde adentro. Como si quisiera… romper.
—¿A quién? —pregunto.
—A todos. O a nadie. No sé. Es como si algo quisiera salir de mis huesos.
El demonio carraspea teatralmente.
—Bueno, técnicamente es así. Nada grave. Salvo que podría matar a todo el gabinete en un pestañeo. Pero mirá el lado positivo: sería eficiente.
«NO HABLES», le grito internamente.
—Te estoy ayudando —responde él—. Estoy explicando que tu rubio de ojos peligrosos está a un paso de convertirse en un fenómeno sobrenatural con problemas de enojo. Un privilegio.
Kram me observa.
—Estás muy callada —dice.
Me aclaro la garganta.
—Estoy… procesando.
No puedo decirle "tu baño" ni "tu visión" ni "tu desnudez consciente". No ahora.
Pero puedo decirle otra cosa.
—Kram, creo que lo que te está pasando no es un incidente aislado. La profecía…
—No quiero hablar de profecías —me corta.
—Pero…
—No.
No mientras tengo a media Nación buscando motivos para destruirme o santificarme.
Esa palabra. Otra vez.
Santificar.
—¿Qué quieren de vos? —pregunto.
Kram se pasa una mano por el cabello, frustrado.
—Las Casas creen que soy su herramienta. Los opositores creen que soy su enemigo. La Asesora cree que soy un obstáculo, últimamente obra por mérito propio lo cual no me gusta, se le olvida que ella es mi asesora, no yo de ella. Y si ese demonio tiene razón…
—…el Abismo cree que sos algo más grande —termino.
Kram suspira. No pesado. No humano. Con un eco que no debería existir en este plano.
—Syerra —dice—. Necesito que me digas todo lo que viste.
Trago saliva.
—Vi coronas cayendo en tu pecho.
Vi sombras inclinándose.
Vi que si vos caés, caemos todos.
Vi… que no podés morir todavía.
Y vi que tu poder… no viene de este lado.
Él me mira.
La tensión en sus ojos cambia. No tengo miedo. No veo en él furia sino algo más peligroso: comprensión.
—Syerra —dice—. ¿Vos me viste… así?
—Sí.
Y entonces algo sucede.
La sala cambia de temperatura. La luz parpadea.
Y la marca en su pecho —invisible bajo la camisa— me llama. Literalmente. Como si quisiera arrastrarme hacia él.
Doy un paso sin querer.
—No te acerques —dice él, tenso.
—No estoy eligiendo acercarme —respondo.
La marca brilla por debajo de la tela. Apenas. Como un latido.
—Syerra —dice él, retrocediendo un paso—. No puedo… controlar esto.
—Yo tampoco —respondo.
—¿Y si explotamos?
—Bueno —interviene el demonio—, al menos morirán lindos. Y juntos. Qué romance trágico tan simpático.
—¿QUERÉS CERRAR EL ORTO? —le grito mentalmente.
—Jamás.
Kram respira hondo. Cierra los ojos.
—Necesito espacio… —dice.
Pero en ese momento:
BOOM.
La puerta se abre de golpe. Entran tres guardias de la Casa Mirval. Armas listas. Mirada de asesinos entrenados.
—¡Atrás, primer ministro! —grita uno—. La espiritista está manipulando su energía. Podemos neutralizarla.
Kram gira como un depredador. Un segundo antes de que yo reaccione.
—Den un solo paso hacia ella —gruñe— y los quemo vivos.
Los guardias se congelan. Yo también.
La marca en su pecho arde tanto que puedo oler el ozono.
—La orden viene del Comité de Seguridad —insiste uno, temblando—. Dijeron que si la marca se activaba, debíamos aislarla o eliminarla.
Kram se adelanta. Dos pasos. Tres.
Su sombra se estira detrás de él como un animal con garras.
—Ella —dice, señalándome sin mirarme—. No. Se. Toca.
Los guardias retroceden. No por lealtad. Por supervivencia.
Porque algo en Kram —algo que aún no entiende— acaba de mostrarles que no conviene desafiarlo.
—Fuera —ordena.
Y se van.
La puerta se cierra. Silencio.
Kram respira agitado por ira reprimida.
—Esto se está saliendo de control —dice.
—No vos —respondo—. Ellos.
—Los dos —interviene el demonio, alegre—. Vos y tu novio mesiánico están tan fuera de control que podría vender entradas para verlos.
—NO ES MI…
—Ah, por favor —me corta—. Te meto en una visión suya en toalla y casi me provocás un cortocircuito emocional. Dense un baño frío y sigan.
Kram me observa, confundido.
—¿Con quién hablas? —pregunta.
Trago saliva.
—Con el demonio —digo, resignada—. Está muy… activo hoy.
—¿Qué dice? —pregunta él, acercándose.
—Nada útil —respondo.
—Dice que Kram está tan caliente como vos, querida —canta el demonio—. Pero bueno, sigamos con la conspiración antes de que empiecen a desnudarse de verdad.