La Casa de las Bestias

Capítulo 13

La noche después del Juicio Arcano no se parece a la noche.

Es demasiado brillante, demasiado ruidosa, demasiado inquieta para que sea oscuridad. El Palacio entero respira como si fuese un animal herido. Guardias corren. Cámaras transmiten. Las Casas están atrincheradas en reuniones privadas que nadie reconoce oficialmente pero de las que todos hablan como si fueran misas negras.

Y sin embargo, la parte más extraña no es el país temblando afuera.

La parte más extraña es él.

Kram.

A un metro de mí. Caminando en silencio por el pasillo de mármol. Con los hombros tensos y la mirada perdida en un punto que no puede verme pero que, por culpa de la Atadura, siento igual que si me tocara la piel.

Detengo el paso.

La Atadura tira de mí.

Fuerte.

Él también se detiene.

—¿Por qué te frenaste? —pregunta sin girar.

—No fui yo —respondo—. Fue la Atadura.

Lo digo y siento cómo un pulso nos atraviesa a ambos, desde el pecho hasta las manos. Es como si mi corazón latiera dentro del cuerpo de él y el suyo, en el mío.

Kram respira hondo.

—Odio esto —murmura.

—Yo también.

—Mentís.

—Vos también.

Se gira despacio. Es la primera vez desde la Cámara Umbral que lo miro de cerca sin nada entre nosotros: ni el demonio, ni la Asesora, ni una pantalla con mi padre. Solo él.

Y algo silencioso y peligroso que quiere crecer entre los dos.

El demonio carraspea detrás nuestro.

—¿Van a besarse o van a seguir fingiendo que esto es “solo político”? Lo pregunto para ajustar el balance de energías, nada más.

Kram rueda los ojos.

—¿No podés desaparecer un segundo?

—No cuando ustedes dos parecen dos adolescentes que descubren su primer vínculo arcano. A mí me pagan (o solían pagarme) por monitorear estas cosas.

—Nadie te paga ni te pagó nunca porque jamás fuiste un ser terrenal—le digo.

—Metáfora, querida.

Llegamos a la oficina de crisis. Es amplia, pero se siente chica con toda la tensión que cargamos encima.

Paredes cubiertas de mapas, reportes, proyecciones. Datos económicos, estadísticas de seguridad, encuestas cruzadas, hashtags virales en pantalla.

Y en el centro: un sillón que nunca fue cómodo, una mesa que nunca fue estable, y un país entero colgando de nuestras decisiones.

Pero yo no puedo pensar en nada de eso ahora.

Porque apenas cierro la puerta, la Atadura se enciende con un tirón violento.

Kram se lleva una mano al pecho.

—¿Qué… qué fue eso?

—No lo sé —respondo, acercándome.

Pero sí lo sé.

No es dolor. No es advertencia. No es magia suelta.

Es él.

Su emoción, directa, cruda, sin filtro: miedo… por mí.

Él me mira, sorprendido, como si se diera cuenta al mismo tiempo que yo.

—No… —dice, negando con la cabeza—. No puede ser esto lo que siento. No… ahora.

—La Atadura amplifica —respondo, con la garganta seca—. No inventa nada.

Sus labios se tensan.

—Eso lo hace peor.

—Para los dos.

Lo digo para mantener distancia. Lo digo para protegernos.

Pero la Atadura empuja, como si quisiera romperme la mentira en la cara.

El demonio observa desde la esquina, sentado sobre un archivador como si fuese un gato.

—Me encanta esta parte —decreta—. Donde dicen que no sienten nada pero sienten todo. Igualito que algunos políticos negando ciertas encuestas o inventando otras.

—Cerrá la boca—dice Kram, sin mirarlo.

—Con gusto, si ustedes dos se animan a abrir las suyas —responde el demonio.

Quisiera golpearlo. O agradecerle. No sé.

Kram se deja caer en el sillón.

Parece agotado. No físicamente. Agotado de sostener un país que no quiere ser sostenido.

Y la Atadura me obliga a sentir su cansancio. Su miedo. Su tentación de rendirse. Y algo que me deja sin aire:su necesidad de mí.

No sentimental. No romántica. Algo mucho más primario: Conexión. Ancla. Oasis momentáneo en un desierto hecho de responsabilidades.

Me acerco sin pensar.

—No te acerques —dice él, en voz baja.

—¿Por qué?

—Porque siento… Porque no puedo… Porque si estás cerca me olvido de que esto no es real.

Lo mira todo: la oficina, las pantallas, las luces.

—El país se está derrumbando —dice—. Y lo único que me importa ahora mismo… —traga saliva— …es que no te pase nada.

La Atadura me hace sentir su miedo con una claridad tenebrosa. Me deja desnuda emocionalmente.

Me odio un poco por lo que respondo:

—Eso sí es real.

Él cierra los ojos un segundo. Como si la frase lo golpeara.

El demonio aplaude en silencio.

—Bravo, pequeña. Mucho mejor que el Juicio. Más rating, más tensión, más ship. Así se trabaja.

Kram se pasa una mano por la cara.

—Necesitamos saber qué va a pasar mañana —dice, volviendo a la razón por fuerza—. Las Casas están reunidas. La Asesora está acorralada. Mi gabinete quiere que renuncie. Y vos…

—¿Yo qué?

Me mira con una mezcla de frustración, deseo y resignación.

—Vos sos lo único que el país no va a perdonarme si pierdo.

La frase es tan honesta que duele.

—No me vas a perder —respondo.

—Eso no podés prometerlo.

—No. Pero puedo prometer que voy a pelear.

El demonio se levanta del archivador.

—Muy bien. El romance está delicioso, pero volvamos al caos. Tenemos tres problemas grandes…

Levanta tres dedos.

—Uno: la Asesora no se va a quedar quieta. Si cae, arrastra a medio país con ella. Dos: tu padre puede haber perdido poder, pero no perdió información. Y un hombre sin poder pero con datos es más peligroso que un hombre con ejército. Tres: la gente afuera quiere sangre, no reformas.

—Entonces —dice Kram—, ¿qué hacemos?

El demonio sonríe.

—Una sola cosa: controlar el relato.

—¿Cómo? —pregunto.

—Con verdad estratégica —responde él—. No todo. No nada. Lo justo.



#277 en Fantasía
#63 en Magia
#1393 en Novela romántica

En el texto hay: romance, terror, presidente

Editado: 23.12.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.