La Casa de las Sombras

Capítulo 2: El misterio de la mansión

La antigua mansión de Ravenswood no era solo una construcción; era un monstruo en sí misma. Levantándose en medio de un paisaje melancólico, sus muros estaban cubiertos de hiedra y un misterioso aura de abandono que emanaba de cada ladrillo desgastado. Al dar sus primeros pasos dentro, el grupo sintió como si cruzaran la frontera entre el mundo real y un lugar donde las reglas del tiempo y la lógica no existían. Julia, observando con detalle, se percató de la cantidad de polvo que cubría el suelo y las superficies, un recordatorio silencioso de que este lugar había permanecido olvidado por el resto del mundo.

La luz escasa, filtrada a través de las ventanas cubiertas de telarañas, creaba sombras que parecían cobrar vida propia. Había algo inquietante en el aire, un peso casi tangible, como si la mansión estuviera respirando, aguardando con ansia una puerta abierta por la que escapar. El silencio era abrumador, roto solo por el crujido de las tablas debajo de sus pies. En alguna parte de la casa, algún viejo sistema de fontanería podía estar goteando, emitiendo un sonido que producía una extraña disonancia y parecía anticipar el próximo paso del grupo.

“Es más espeluznante de lo que esperaba,” murmuró Diana, su voz temblando, como si cada sílaba temiese romper el hechizo oscuro que envolvía la casa. A su lado, Tom tomó un respiro profundo, conteniendo la ansiedad. “Una casa abandonada siempre tendrá su propio encanto,” intento consolarla. Pero sus palabras sonaron vacías, y cada uno de ellos ya podía sentir el escalofrío del lugar insertándose en su piel.

Mark, siempre el más imprudente, comenzó a explorar sin miedo, empujando una puerta que crujió a medida que se abría. Se encontró en un gran vestíbulo, donde un gigantesco candelabro colgaba del techo, invocando recuerdos de fiestas y banquetes que alguna vez vivieron esos pasillos. Las paredes estaban adornadas con viejos retratos, caras serias que parecían seguir sus movimientos con ojos acusadores. Había personas en esos cuadros que habían vivido y amado en este lugar, ahora solo espectros en el tiempo. Sin embargo, lo que más les inquietaba era la sensación de que no estaban solos; la mansión les hablaba en susurros sutiles, como el eco de un pasado que clamaba ser escuchado.

“¿Quiénes crees que eran?” preguntó Julia, acercándose a uno de los retratos, un hombre de barba espesa y cejas fruncidas. El cuadro era impresionante, aunque sus colores habían comenzado a desvanecerse con el tiempo. “Seguro que eran gente importante,” respondió Tom, mirando de reojo el resto de la sala, intentando absorber cada rincón. “O alguien muy malo.”

“No digas eso,” intervino Diana, observando ahora a una mujer que sonreía débilmente en un retrato cercano. “La historia tiene muchas capas; tal vez no eran lo que parecen.”

Mark, impaciente y buscando un desafío, llamó a sus amigos desde una esquina. “¡Chicos! ¡Vengan a ver esto!” Su voz resonó por todo el vestíbulo, un eco de emoción juvenil en una casa que parecía haber olvidado el sonido humano. Ella y los demás se apresuraron a su lado, encontrando un viejo piano cubierto de polvo en una habitación contigua. Las teclas amarillas y gastadas parecían gritar por atención, como si esperaran de nuevo ser tocadas.

“Un piano, ¡genial! Vamos a ver si todavía suena,” dijo Mark, arremetiendo y levantando la tapa. Golpeó las teclas con un acorde disonante que resonó por toda la casa. Sin embargo, el sonido fue agonizante y terriblemente triste, un lamento que cruzó las líneas del tiempo. Al finalizar su pequeño concierto, una sensación de malestar se cernió sobre ellos.

“¿Escucharon eso?” preguntó Diana, con un tono que denotaba preocupación. “Fue como si algo más hubiera respondido…”

Tom, tratando de desvincularse del miedo, rió nerviosamente. “Érase una vez un piano en una casa encantada…” Pero incluso él podía sentir que la atmósfera se había espesado, como si la mansión girara alrededor de ellos, lista para envolverse en sus propios misterios.

Como si la casa tuviera una inteligencia propia, el sonido se desvaneció y el silencio volvió por un breve momento. El grupo se sentó entonces a contemplar la complicada belleza de una mansión que, a pesar de su deterioro, aún guardaba trazas gloriosas de un pasado olvidado. Los muebles cubiertos de sábanas blancas lascivamente desparramadas, la madera de los pisos desgastada apuntaba a épocas más prósperas. Pero, a medida que inspeccionaban sus alrededores, el ambiente se sentía cada vez más cargado.

“Tal vez deberíamos irnos,” sugirió nuevamente Diana, esta vez con un tono menos seguro. “No quiero quedarme aquí después de que oscurezca.”

“Vamos, solo un poco más,” insistió Mark, que ahora estaba buscando en una de las habitaciones. “Estamos aquí para explorar, ¿recuerdan? Siempre podemos irnos si comienza a ponerse demasiado extraño.”

Mientras tanto, Julia se aventuró hacia una habitación más alejada, atraída por un resplandor tenue. La habitación estaba llena de estanterías polvorientas y libros cubiertos de telarañas, como si el tiempo hubiera detenido su crecimiento. En la pared, un viejo reloj de péndulo estaba estancado, su tic-tac había cesado, lo que solo contribuía a la inquietante atmósfera de la casa. Cientos de volúmenes amontonados mostraban títulos desconocidos, y había una extraña sensación de que estos libros guardaban los secretos de la casa, principios mágicos y oscuros.

“¿Qué pasa?” preguntó Tom al entrar detrás de ella. “¿Qué has encontrado?”

“Títulos extraños, pero hay un libro que parece… diferente,” dijo Julia, señalando un verdadero objeto de curiosidad en comparación con el resto de las obras polvorientas. Se acercó y, sin querer, hizo caer un libro de encima de la estantería. Con un sonido sordo, el libro se deslizó al suelo y se abrió. Las páginas, amarillentas y rasgadas, estaban llenas de anotaciones.

“Quizás deberíamos leerlo,” sugirió Tom, mirando a su alrededor. “¿Qué hay en él?”




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