La casa de los espejos

Capitulo 4.1 El Desafío Del Desierto

Después de despedirse del imponente Arcángel en el bosque de Oihan, Egus se adentró en el vasto desierto de Sequen. El sol se alzaba sobre el horizonte de dunas, quemando el aire y secando la garganta de Egus. La respiración se sentía pesada, y sus labios resecos. El desierto de Sequen no tenía piedad; cada paso en la arena era un esfuerzo tremendo, la arena caliente le quemaba los pies a través de sus zapatillas deportivas. A pesar de esto, la espada se sentía como una pluma en su mano, brillaba con un destello plateado bajo el sol implacable.

​Entre más caminaba, sentía más sed y su mente empezó a nublarse, se sintió desorientado, no sabía cuánto tiempo llevaba caminando. Alucinaciones aparecían, creyó encontrar agua, pero solo eran espejismos. Tomó un trago de agua de su cantimplora, tratando de no gastar la poca agua que había podido recoger de la fuente. Cuando de pronto vislumbró una abertura en una roca. Era una cueva oscura. No dudó, con empeño y fuerza se aferró a su espada y corrió hacia lo que podría ser su refugio, corrió con la esperanza de que no fuera también un espejismo.

​Al entrar en la cueva, un suspiro de alivio salió con fuerza. Sentía esperanza al poder descansar del calor abrasador.

​El aire dentro de la caverna era fresco, olía a hierro y a tierra húmeda. Egus desenvainó su espada y siguió entrando con cautela, pero a los pocos pasos, cuando sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, pudo visualizar una figura tendida en el suelo. Era una persona que yacía gimiendo de dolor en el suelo. Se acercó un poco más y notó que en su cabeza tenía algo, como una especie de orejas puntiagudas, y una cola de color gris que se agitaba débilmente. Era una mujer bestia, del clan felino, y por su vestuario parecía ser una guerrera. Parecía herida y su pierna estaba cubierta de sangre.

​Egus se sintió invadido por varios pensamientos.

¿Será amiga o enemiga?

¿Será una trampa para acecharme?

A pesar de todo, tuvo compasión. Se acercó para estar al alcance de un brazo y, teniéndola de frente, dijo con voz ronca por la deshidratación: —Tranquila, no te haré daño. Te voy a ayudar.

​La chica felina abrió sus ojos, y con un poco de angustia y miedo, se echó hacia atrás, tratando de evitarlo. Sus ojos ámbar estaban fijos en él, llenos de terror. Egus le dijo que le perdonara por presentarse así, que no deseaba hacerle daño. La chica lo vio con más detenimiento, dándose cuenta de que tan solo era un niño que parecía cansado y desaliñado, con unos labios verdaderamente resecos de haber atravesado por gran parte de ese desierto tan imponente.

​—Mi nombre es Egus —dijo, tratando de sonreírle pero con ojos cansados.

​Sacó de su bolsillo la cantimplora para darle un poco de agua. Ella se rehusó un poco. Egus, al ver su reacción, le dijo solo "es agua", y tomó un sorbo. Limpiándose la boca con la mano izquierda, le acercó la cantimplora con la mano derecha. —No es mucha, pero al menos te hidratará un poco...

​La felina la tomó con sus dos manos y empezó a beber, sin percatarse de que había bebido casi todo lo que quedaba de agua. Se inclinó un poco hacia atrás y le dijo: —¡Disculpa! Me acabé tu agua...

​—No te preocupes —le dijo—. Algo debemos encontrar por aquí. La cueva se siente algo húmeda, tal vez haya algo que nos sirva... —y sonrió.

​Egus, que al salir de su casa en la persecución había tomado un abrigo que estaba en un perchero por la puerta, decidió cortarse una manga de su camisa de pijama para curar a la chica. Con eso amarró la pierna para poder detener la herida. Se puso su abrigo, pero su capacidad para tratar estas cosas no era muy buena. Al ver la sangre, se sintió nervioso, sintió que su estómago se revolvía y sin poder contenerlo, vomitó a un lado hacia unas piedras. Volvió a ver a la felina con una mirada avergonzada y con algo de remordimiento, diciéndole: —Discúlpame.

​Aun así, siguió adelante y consiguió amarrar la tira de su manga en la pierna de la felina. Se limpió la boca con el dorso de la mano y se volteó de nuevo hacia la chica en el suelo. La guerrera, con sus ojos ámbar, lo observaba fijamente. No había reproche en su mirada, solo una extraña mezcla de alivio y sorpresa.

​—Gracias —murmuró ella, su voz apenas un susurro áspero.

​Egus se sintió aliviado al escucharla. Se sentó en el suelo, sintiendo el calor del desierto colarse por la entrada de la cueva, pero el fresco de la roca debajo de él era un bálsamo.

​—No hay de qué —dijo, todavía con la voz un poco ronca—. La herida… ¿es muy profunda?

​Ella miró el trozo de tela amarrado a su pierna, y sus labios formaron una media sonrisa.

​—Suficiente para dejarme tirada aquí —contestó.

​Grash vio la seriedad en el rostro de Egus y asintió, con una media sonrisa triste.

​—Mi nombre es Egus... como te dije antes.

​La guerrera felina no respondió. Su mirada se desvió de la cara de Egus y se detuvo, de repente, en la empuñadura de la espada. Sus ojos ámbar se abrieron, y un brillo de asombro y algo más, algo parecido a la veneración, se instaló en ellos.

​—Esa espada... —murmuró, casi sin aliento—. ¿Y la joya? ¿Quién eres tú, en verdad?

​Egus sintió la urgencia de explicarlo todo. La vulnerabilidad que sentía se transformó en una necesidad de compartir. Sintió que ella lo entendería. Con la voz ya recuperada, le contó todo: la muerte de sus padres, el misterio de la casa de los espejos en la feria, la llegada de Uchan, el búho, la persecución de los esqueletos y, finalmente, la aparición del Arcángel Eros y la entrega de la espada y el zafiro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.