La casa de los espejos

4.2 El murmullo del Agua

Egus sentía su cuerpo pesado, los labios agrietados explicaban lo sediento que estaba. Exhausto se recostó y solo durmió. Una tormenta de arena empezó por el desierto, la posición de la cueva era perfecta para pasar el día y la noche. Tanto Grash como Egus durmieron y descansaron un poco.

Al siguiente día temprano, Egus abrió sus ojos, una tos se apoderó de él, su cuerpo pedía a gritos hidratación. Se sentó y buscó la cantimplora, que ya no tenía ni una gota de agua. Lo poco que había quedado se lo habían bebido en la noche entre ambos.

Grash esperaba poder ir a buscar el agua en un arroyo subterráneo que, con su desarrollado oído, podía escuchar. Pero ella estaba aún malherida y aunque sus heridas empezaban a mejorar, todavía era importante tener el agua y poder limpiar las heridas.

Egus le dijo que él iría a buscar el agua, necesaria para la supervivencia de ambos. Grash le indicó que había posibilidades de que no estuviera solo allí abajo, por lo que le pidió que empuñara la espada y la blandiera.

Egus tomó la espada, que se tornó morada cuando la sacó. Grash podía ver esa luz morada que emanaba de la espada, era hermoso: una luz azul en la parte de abajo de la empuñadura y una luz roja tenue en la parte de arriba, parecía como un ojo, como si la espada tuviera un ojo que analizaba los alrededores. Grash quedó maravillada con la espada, pero notó la manera en que Egus la levantaba, la inexperiencia, la tomaba como si fuera un palo. Así que le dio unos consejos rápidos y le dijo:

—No cierres los ojos cuando golpees.

Egus sostuvo la espada con ambas manos, intentando imitar lo que había visto en películas o leído en cuentos, pero Grash notaba lo torpe de su agarre.

—No es un palo —le dijo con firmeza, su voz áspera pero paciente—. Es un arma viva. Tus brazos deben guiarla, pero tu mente debe escucharla. Respira, mantén los pies firmes. Y lo más importante… no cierres los ojos cuando golpees.

Egus tragó saliva, nervioso, y asintió. La espada vibró levemente en sus manos, como si aprobara, o tal vez como si lo retara. Esa luz morada bañaba la cueva, reflejándose en las paredes húmedas como un resplandor extraño, casi sobrenatural. Grash no podía apartar la mirada; sus ojos ámbar brillaban con fascinación y respeto.

—Ve con cuidado —dijo finalmente—. Lo que sea que viva ahí abajo, no lo subestimes.

Egus respiró profundo, una y otra vez, intentando convencerse de que podía hacerlo. Dio media vuelta, y con pasos firmes, comenzó a descender hacia las profundidades de la cueva.

La humedad aumentaba a cada paso, el murmullo del agua era ya un eco lejano, como un canto que lo llamaba. Pero ese sonido no venía solo: se mezclaba con un correteo húmedo, con chillidos bajos y el golpeteo de patas pequeñas sobre la roca.

Entonces, de entre las sombras, aparecieron.

Criaturas de piel brillante y húmeda, semejantes a salamandras deformes, con colmillos puntiagudos y ojos amarillos que brillaban en la oscuridad. Eran pequeñas, no más altas que sus rodillas, pero rápidas y numerosas.

Egus retrocedió un paso, su corazón golpeaba en el pecho como un tambor. Nunca había levantado un arma contra un ser vivo. La espada vibró de nuevo, exigiendo acción.

La primera salamandra saltó hacia él con un chillido. Egus, torpemente, levantó la espada y la blandió como pudo. El filo atravesó el aire y la criatura cayó partida en dos.

El niño quedó paralizado, mirando la sangre oscura que manchaba la hoja. Su respiración se aceleró, la garganta seca lo quemaba y un temblor recorrió su cuerpo entero.

Pero no hubo tiempo para pensar. Otra lo mordió en la pierna, y dos más intentaban treparle por los brazos.

—¡No cierres los ojos! —recordó la voz de Grash en su mente.

Con un grito ahogado, Egus blandió la espada de lado. El filo brilló morado y las criaturas fueron repelidas, pero la vibración del impacto lo recorrió hasta el hombro.

El sudor caía a chorros de su frente; una gota salada se le metió en el ojo izquierdo, cegándolo por un instante. El ardor lo hizo gritar y casi soltar la espada.

El combate no era glorioso ni heroico. Era torpe, agotador, desesperado. Cada vez que una criatura caía, Egus sentía que algo dentro de él se rompía.

Y, sin embargo, paso a paso, tajo tras tajo, logró abrirse camino.

Cuando por fin el último chillido murió en la oscuridad, Egus cayó de rodillas, jadeando, con el cuerpo empapado en sudor y temblando de pies a cabeza.

Un silencio imperó en el lugar. Solo escuchaba el golpeteo de su corazón, su respiración fuerte, casi entrecortada, y la adrenalina que aún lo mantenía en pie. Mareado, cansado, sentía que el mundo giraba a su alrededor, y únicamente un murmullo del río se atisbaba en cada rincón de la cueva. Sudaba, y no solo por la actividad física de la pelea, sino por el pánico, por la ansiedad que lo invadía al comprender lo que había hecho.

El murmullo del agua lo llamó otra vez. Con la espada aún en la mano, se arrastró hasta la corriente subterránea. Era cristalina, pura, un manantial oculto en las entrañas de la tierra.

Con manos temblorosas llenó la cantimplora, bebió a grandes sorbos, el agua corriendo por su barbilla y mojándole el pecho. Nunca en su vida algo había sabido tan bien.

Antes de regresar, miró los cuerpos pequeños de las salamandras. Sintió un nudo en la garganta, pero recogió algunos. Sabía que él y Grash necesitaban más que agua para sobrevivir.

Al volver, la luz morada de la espada iluminaba su rostro cansado.

Grash lo recibió en silencio, observando la cantimplora llena y los cuerpos de las criaturas. Sus ojos ámbar se suavizaron.

—Lo lograste —dijo con voz baja, casi un susurro.

Egus, temblando aún, apenas pudo responder:

—Sí… pero nunca había matado nada. Me siento… sucio.

Grash lo observó con seriedad y respeto.

—Hoy diste tu primer golpe como guerrero. La espada empieza a reconocerte. Y pronto, tú también tendrás que reconocerte a ti mismo.




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