La casa de los espejos

La casa de los espejos: El abismo reflejado

San Miguel Arcángel. Un nombre que evoca imágenes de ángeles guardianes y cielos despejados. Pero la realidad, como un espejo roto, distorsionaba la promesa celestial. El pueblo se aferraba a la ladera de la montaña como una garrapata, sus casas de adobe apretadas unas contra otras, buscando calor en la proximidad, pero encontrando solo el eco del miedo en la soledad compartida. El aire, denso y cargado de humedad, olía a tierra mojada y a secretos enterrados, un preludio constante a la tormenta que siempre parecía avecinarse, pero nunca terminaba de estallar.
Ana, una arquitecta joven y ambiciosa, llegó a San Miguel con la arrogancia de la juventud y la ceguera de la ignorancia. Buscaba un proyecto que la catapultara a la fama, una joya escondida entre las ruinas del pasado. Encontró, en cambio, una trampa. La casa que alquiló en las afueras era un esqueleto de piedra y madera, una herida abierta en el paisaje. Los lugareños la evitaban, susurrando historias de maldiciones y espíritus inquietos. Ana, por supuesto, no creyó ni una palabra.
Desde el primer día, la casa la recibió con hostilidad silenciosa. Las puertas chirriaban sin viento, las sombras se alargaban y se acortaban a voluntad, y un frío penetrante se aferraba a sus huesos, incluso en los días más cálidos. Ana intentó ignorarlo, racionalizarlo, pero la sensación de ser observada era innegable. No era una mirada humana, sino algo más antiguo, más oscuro, que la estudiaba con una paciencia infinita.
Una tarde, mientras exploraba el laberinto de habitaciones vacías, descubrió una puerta tapiada en el sótano. Con renovado entusiasmo, Ana derribó la pared de ladrillos, revelando una pequeña cámara oculta. El aire allí era denso y fétido, como si nunca hubiera sido tocado por la luz del sol. En el centro de la habitación, sobre un pedestal de piedra, descansaba un espejo.
No era un espejo común. Su marco, hecho de plata oscura y retorcida, parecía estar vivo, con formas que se movían y cambiaban constantemente. La superficie reflectante no mostraba un reflejo claro, sino una neblina turbia, como si estuviera mirando a través de una ventana hacia otro mundo. Ana se sintió atraída por el espejo con una fuerza irresistible.
Al acercarse, sintió un escalofrío que le heló la sangre. El aire a su alrededor se cargó de electricidad estática, y un zumbido agudo resonó en sus oídos. Cuando finalmente se miró en el espejo, no vio su propio rostro. En su lugar, vio una máscara grotesca, una caricatura de su propia imagen, con ojos hundidos y una sonrisa cruel que revelaba dientes afilados como cuchillos.
Aterrorizada, Ana retrocedió, tropezando y cayendo al suelo. El espejo permaneció inamovible, su superficie turbia observándola con una malicia silenciosa. Ana se levantó y huyó de la cámara, cerrando la puerta detrás de ella y tapiándola de nuevo con ladrillos. Pero el daño ya estaba hecho.
A partir de ese día, el espejo la persiguió en sus sueños y en su vigilia. Lo veía en cada reflejo, en cada sombra, en cada rostro que se cruzaba en su camino. Su cordura se desmoronó bajo el peso de la paranoia y el miedo. Se aisló del mundo, encerrándose en la casa, donde las paredes parecían susurrarle secretos incomprensibles.
Intentó destruir el espejo, romperlo en mil pedazos, pero cada vez que lo intentaba, una fuerza invisible se lo impedía. El espejo parecía estar protegido por una barrera mágica, una energía oscura que se alimentaba de su miedo y su desesperación.
Poco a poco, Ana comenzó a cambiar. Se volvió irritable, violenta, consumida por una rabia que no podía controlar. Su apariencia se deterioró, su piel se volvió pálida y enfermiza, y sus ojos se hundieron en sus órbitas, brillando con una luz febril. Se convirtió en una sombra de sí misma, una marioneta controlada por una fuerza invisible.
Una noche, mientras dormía, Ana tuvo una visión. Se vio a sí misma de pie frente al espejo, pero ya no era ella quien se reflejaba. En su lugar, vio una criatura horrible, una abominación de carne y hueso, con cuernos retorcidos y garras afiladas. La criatura sonrió, revelando una boca llena de dientes afilados, y extendió una mano hacia ella.
Ana despertó gritando, empapada en sudor frío. Corrió hacia el sótano, decidida a enfrentarse al espejo de una vez por todas. Al llegar a la cámara oculta, encontró la puerta tapiada abierta de par en par. El espejo la esperaba, su superficie brillando con una luz oscura y seductora.
Sin dudarlo, Ana se acercó al espejo y se miró en él. Esta vez, no vio una máscara grotesca, sino su propio rostro, pero distorsionado, corrompido por la maldad. Sus ojos brillaban con una luz roja y demoníaca, y una sonrisa cruel se extendía por sus labios.
La figura en el espejo extendió una mano y tocó el cristal. Ana sintió un choque eléctrico recorrer su cuerpo, y su mente se llenó de imágenes horribles. Vio visiones de tortura, muerte y destrucción, escenas de un horror inimaginable.
De repente, sintió que algo se apoderaba de su cuerpo. Ya no era ella quien controlaba sus movimientos. Su mano se levantó y tocó el espejo, y en ese instante, la figura en el espejo se fusionó con ella. Ana gritó, pero su voz fue silenciada por la presencia oscura que ahora habitaba su cuerpo.
La criatura que antes era Ana sonrió. Se miró en el espejo, complacida con su nueva forma. Había esperado siglos para regresar a este mundo, y ahora, finalmente, tenía un cuerpo para habitar.
La criatura salió de la casa y se dirigió al pueblo. Los habitantes de San Miguel la recibieron con miedo y reverencia. Sabían que algo terrible había sucedido, pero no podían comprender la magnitud del mal que ahora caminaba entre ellos.
La criatura comenzó a sembrar el terror en el pueblo. Torturaba y asesinaba a los habitantes, disfrutando de su sufrimiento y su desesperación. Convirtió San Miguel en un infierno en la Tierra, un lugar donde la muerte era una liberación y la esperanza una ilusión.
Finalmente, los ancianos del pueblo, los guardianes de los secretos ancestrales, decidieron actuar. Se reunieron en la iglesia y realizaron un antiguo ritual, invocando a los espíritus de sus antepasados para que los ayudaran a derrotar al mal.
Los espíritus respondieron a su llamado. Les revelaron la debilidad de la criatura: el espejo. El espejo era la fuente de su poder, el vínculo que la unía a este mundo. Si destruían el espejo, destruirían a la criatura.
Los ancianos, guiados por los espíritus, se dirigieron a la casa de Ana. Encontraron la cámara oculta abierta de par en par, y el espejo brillando con una luz oscura y amenazante. Sin dudarlo, los ancianos atacaron el espejo con hachas y martillos, rompiéndolo en mil pedazos.
En el instante en que el espejo se hizo añicos, la criatura gritó de dolor. Su cuerpo se retorció y se convulsionó, y una luz brillante emanó de su interior. La criatura se desvaneció en el aire, dejando tras de sí un hedor a azufre y un silencio sepulcral.
San Miguel Arcángel se salvó, pero la cicatriz del mal permaneció. La casa de los espejos fue demolida, y el lugar fue consagrado por los sacerdotes. Pero los ancianos sabían que el mal nunca desaparece por completo. Siempre acecha en las sombras, esperando el momento de regresar.
Y así, la leyenda de la casa de los espejos se transmite de generación en generación, como una advertencia para aquellos que se atreven a jugar con fuerzas que no comprenden. Porque el abismo siempre está esperando, y el espejo es solo una puerta.



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En el texto hay: leyenda, terror, espejo maldito

Editado: 29.10.2025

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