Diez años tenía Arturo la primera vez que, desde su dulce raciocinio, empezó a dudar de si La Casa de los Girasoles, la Familia —cómo le habían enseñado a verla— en la que se estaba criando, era lo mejor para él.
Fue la primera vez que le vino el pensamiento consciente, pero la semilla venía germinando desde mucho antes. Diez años en los que se iba acumulando la suciedad bajo la alfombra.
Desde muy pequeño vivía dentro de una burbuja invisible para todos menos para él, que la sentía extenderse a su alrededor, alejándolo del calor de otros seres humanos. En el colegio es donde la percibía con más fuerza, y aunque no se diera cuenta, él mismo la creaba al alejar, directa e indirectamente, a cualquier otro infante que le presentara la oportunidad de ser amigos.
Esas eran las ordenes que venían desde casa.
“No te acerques a ellos. Ellos no son como nosotros. Nosotros somos mejores”.
Eso le decían sus padres religiosamente cada mañana cuando lo dejaban en la entrada de la escuela. Tres oraciones que completaban una frase de verdad inmutable. La primera oración era la orden más clara: “No te acerques a ellos”, y Arturo, niño educado, obedecía sin estar enterado. Si tenía elección, siempre escogía jugar solo. Si eran actividades grupales, hablaba lo mínimo posible. Nada de intercambios frutales de detalles personales. Nada de conversaciones amigables con niños extraños.
A veces su temple dudaba, y cuando se encontraba con otro niño particularmente simpático, de esos donde la amistad surge como si siempre hubiese estado ahí, tenía que recordarse la segunda oración: “Ellos no son como nosotros”.
Arturo esta parte no la entendía del todo. ¿Por qué eran tan diferentes? Los veía jugar y no lo notaba. Tenían dos piernas, dos brazos, una cabeza y una nariz. Hablaban el mismo idioma. Variaba el tono de piel o de los ojos, ¿pero que importaba eso? También variaban las voces y no es como si eso tuviera algo de malo. ¿Entonces en que eran diferentes?
Como respuesta, le llegaba a la mente la última oración: “Nosotros somos mejores que ellos”.
Mejores que ellos. Ellos eran inferiores, nosotros somos superiores. Ellos están por debajo de nosotros.
Nosotros los superamos…, ¿pero en qué? No terminaba de comprenderlo. Él era muy bueno leyendo. Leía los libros más rápido que todos sus compañeros quienes se entretenían con los dibujos o les costaba entender que la m con la a es ma. Para él nunca fue un problema. Pero en cambio era un desastre para los juegos de memoria, por ejemplo. Y otros niños dibujaban mejor que él. Corrían más que él. Eran más altos o más fuertes que él.
Él era mejor leyendo, pero en nada más, o eso le parecía.
¿Entonces por qué le decían: nosotros somos mejores que ellos?
Un día no pudo más de la curiosidad y le preguntó a su padre porque ellos eran mejores, a lo que su padre respondió.
“Porque nosotros estamos en la Casa de los Girasoles y ellos no”.
La respuesta no lo satisfizo. Tuvo que asumir que eran mejores porque sí, porque estaban en la Casa de los Girasoles, por ser Hermanos e Hijos del Girasol, con todo lo que ello implicaba.
Es por eso que huía de amistades y su popularidad era más bien inexistente.
Vivía en la soledad sin quejarse demasiado. Los niños no son conscientes de lo que la soledad representa y creen que esa presión en el pecho es el peso de la existencia. No reconocen el dolor acumulado de no tener a tu lado una mano amiga que limpie tu pasado.
En ocasiones, en esas tardes de recreo sentado en una esquina viendo a sus compañeros jugar a la pelota en deportes que para él estaban prohibidos, sí que sentía ese ardor del rencor ante lo que se le estaba negando, lo que se estaba perdiendo, y se añadía a la lista otra semilla que más tarde germinaría. Pero esos días, sentado bajo el calor del sol, con el frío de su corazón, no podía más que consolarse repitiendo el mantra de sus padres.
“No te acerques a ellos. Ellos no son como nosotros. Nosotros somos mejores”.
Él era mejor que ellos. Eso tenía que pensar por más que en realidad se sintiera menos.
Así creció en la dicotomía de la fantasía y la realidad, hasta que hubo un día, justo a los ocho años, que por fin surgió la primera duda real.
Se encontraba en el Hotel Girasol. El Hotel que llamaba hogar. Ahí vivía con sus padres y su “Familia”, el resto de los miembros de la Casa de los Girasoles.
Los Hermanos de los Girasoles
Usualmente por las tardes estaba en el colegio mientras sus padres trabajaban en lo que sea que los adultos trabajen, pero ese día era festivo y en el colegió habían organizado un evento. Y claro, ellos no tenían permitido celebrar festividades porque ellos son mejores, así que sus padres decidieron simplemente dejarlo en casa.
No era una decisión extraña. Vivían en la habitación de un hotel, después de todo. Si salía, tenía que atravesar dos pasillos, un ascensor y un atrio para poder escaparse, cuando era casi seguro que en el trayecto otro miembro de la familia lo vería.
De todas formas, esto no le preocupaba demasiado. Le bastaba con quedarse en casa leyendo. Sus padres le consiguieron una colección de libros cuidadosamente seleccionados y aprobados por los Ancianos. Libros infantiles cuyos contenidos no envenenarían su cabeza de esas ideas extrañas que “ellos”, los no miembros de la Casa de los Girasoles, vociferaban.