El auto se detuvo frente a la verja oxidada con un chirrido que rompió el silencio de la tarde. El sol comenzaba a hundirse detrás de los árboles del bosque, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas. Valeria bajó la ventanilla y respiró hondo; el aire olía a humedad y tierra mojada.
—Bueno… aquí estamos —dijo Martín, con una sonrisa forzada mientras bajaba del coche y empujaba la verja que se resistía a abrir.
Al otro lado, la mansión se levantaba como un cadáver que se negaba a descomponerse. Sus muros ennegrecidos por el tiempo, los ventanales altos y rotos, y el tejado inclinado le daban un aspecto tan solemne como decadente. La casa parecía observarlos, esperando.
—Esto se cae a pedazos —murmuró Julián, cargando la mochila al hombro—. ¿De verdad quieres vivir aquí, Martín?
—No pienso vivir aquí —contestó él—. Pero es mía, y quiero ver si puedo arreglarla. Tal vez convertirla en una posada o venderla.
Sofía, la prima de Martín, no dijo nada. Observaba la casa en silencio, como si la conociera desde antes. Su mirada estaba fija en el gran ventanal central, donde una cortina raída se movió aunque no soplaba el viento.
Camila se abrazó a sí misma, inquieta.
—No me gusta… siento que nos miran.
—Bah, es sugestión —rió Julián—. Es una casa vieja, nada más.
Valeria le lanzó una mirada seria.
—Cállate un poco, Julián. Nadie te cree gracioso.
Diego, siempre práctico, abrió el maletero y repartió las bolsas.
—Dejemos las cosas adentro antes de que oscurezca. No quiero caminar por este bosque de noche.
Cruzaron el jardín descuidado, donde las malas hierbas crecían sin control y los restos de una fuente rota descansaban cubiertos de musgo. El chirrido de sus pasos en la grava se mezclaba con el canto lejano de los cuervos.
Martín sacó una llave antigua de hierro y la introdujo en la cerradura. Un clic retumbó como un disparo. La puerta principal se abrió lentamente, revelando un vestíbulo oscuro. Un olor a polvo y encierro los envolvió al instante.
La primera en entrar fue Valeria, que encendió la linterna del móvil. La luz iluminó un amplio pasillo cubierto de alfombras descoloridas y muebles cubiertos con sábanas amarillentas. Los candelabros colgaban torcidos del techo, y en lo alto de la escalera central se veía una mancha oscura en la pared, como una sombra permanente.
—Dios… parece sacado de una película de terror —susurró Camila.
—Exacto —respondió Julián con una sonrisa torcida—. Y ahí es cuando todos morimos uno por uno, ¿verdad?
Sofía lo miró con frialdad.
—No deberías decir esas cosas.
Mientras los demás recorrían el vestíbulo, Martín caminó hasta la sala principal y retiró la sábana que cubría un gran objeto en la pared. El polvo se levantó en el aire, haciendo toser a todos. Bajo la tela apareció un retrato enorme enmarcado en oro desgastado: una familia de cinco miembros.
El hombre, alto y severo, vestía de negro; la mujer, con un vestido oscuro, tenía las manos apoyadas en los hombros de dos niños pálidos. Detrás, una joven de cabello largo y ojos hundidos completaba la escena. Todos tenían una mirada fija, penetrante, casi viva.
Camila retrocedió al verlo.
—No me gusta. No me gusta para nada.
—Es solo un cuadro —dijo Diego, aunque frunció el ceño—. Pero admito que es… inquietante.
Julián se rió y se acercó demasiado.
—¿Ven? Hasta parece que nos siguen con la mirada. Hola, familia feliz…
—¡No lo toques! —gritó Sofía, con una voz tan fuerte que todos la miraron sorprendidos. Su rostro estaba blanco como el papel.
Martín levantó las manos.
—Tranquila, no pasa nada. Solo es un retrato viejo.
Pero Valeria sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Por un instante, juró que los ojos de los niños en el cuadro se habían movido.
—Creo que deberíamos instalar las cosas —dijo rápido, queriendo romper la tensión—. No quiero pasar más tiempo en este salón.
Se dividieron para explorar las habitaciones. Los pasillos eran interminables, con puertas que se abrían con chirridos. El polvo se acumulaba en capas gruesas, y el eco de sus pasos parecía duplicarse, como si alguien más caminara con ellos.
En el segundo piso, Sofía entró sola a una habitación. Había un espejo cubierto con una sábana y una cuna vacía en la esquina. Se acercó, sin saber por qué, y acarició la madera de la cuna. La madera crujió bajo su mano como si respirara.
—¿Sofía? —la voz de Diego la sobresaltó. Él estaba en la puerta—. No te quedes sola.
Ella se giró lentamente.
—La casa… está viva. ¿No lo sientes?
Diego frunció el ceño y prefirió no responder.
Cuando se reunieron en el vestíbulo ya había oscurecido. Afuera, la luna llena iluminaba los ventanales, proyectando sombras largas en el suelo. Martín encendió una lámpara de queroseno que había encontrado en la cocina y la colocó en el centro de la mesa.
—Bueno —dijo intentando sonar animado—. Bienvenidos a mi herencia.
Nadie rió. Un silencio denso cayó sobre ellos. Desde algún lugar de la casa, un crujido resonó fuerte, como pasos en el piso superior.
Valeria tragó saliva.
—¿Escucharon eso?
Julián sonrió nervioso.
—Debe ser una rata gigante.
Pero Sofía seguía mirando hacia la escalera, con los ojos muy abiertos.
—No… no era una rata. Era alguien.
Y entonces, como si la casa quisiera confirmarlo, el retrato en la sala principal crujió en su marco.
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Editado: 16.09.2025