La Casa de los Susurros

Capítulo 2: La Primera Noche

La cena fue improvisada: pan duro, latas y refrescos. Se habían sentado alrededor de la lámpara de queroseno como si aquella luz débil fuera lo único que los mantenía a salvo de la oscuridad que reinaba en el resto de la casa.

—Esto necesita una limpieza a fondo —dijo Valeria, intentando sonar práctica—. Mañana temprano deberíamos abrir las ventanas y sacar las sábanas llenas de polvo.

—Sí, mañana —respondió Camila en voz baja, sin despegar los ojos del ventanal.

La artista no había probado bocado. Había algo en la penumbra de la casa que le robaba el apetito. Cada tanto, juraba escuchar un murmullo proveniente de los pasillos, un sonido suave, como un susurro en otro idioma.

Julián, notando su nerviosismo, no perdió la oportunidad.

—¿No comes porque te da miedo que el pan esté embrujado?

Camila lo fulminó con la mirada.

—No es gracioso.

—De verdad —intervino Sofía, seria—. Alguien nos está observando.

El silencio cayó de golpe. Incluso Julián dejó de sonreír. Diego carraspeó y se levantó de la mesa.

—Voy a revisar las puertas. Solo para que todos puedan dormir tranquilos.

Subió al piso superior y desapareció en el pasillo. Los demás permanecieron en la sala, tensos. Fue entonces cuando lo escucharon: un golpe seco en la pared, como si algo hubiera caído justo detrás del retrato.

Valeria tomó aire y se levantó.

—Debe ser un ratón atrapado —dijo, más para convencerse que para convencer a los otros.

Martín la siguió con la lámpara en la mano. Ambos se acercaron al cuadro, que parecía más oscuro que antes, como si los rostros estuvieran difuminados. Valeria apoyó la oreja en la pared, y entonces escuchó claramente un suspiro.

Se apartó de inmediato.

—No es un ratón.

Antes de que nadie pudiera responder, Diego bajó corriendo las escaleras. Su rostro estaba tenso, los músculos de la mandíbula contraídos.

—Las puertas de arriba están cerradas… pero se abren solas. Las cierro, escucho el clic, camino unos pasos, y cuando vuelvo están abiertas otra vez.

Un frío recorrió a todos.

—Debe ser el viento —murmuró Julián, pero su voz temblaba.

Martín intentó tranquilizar al grupo.

—Es una casa vieja, cruje y se mueve con la humedad. No busquen fantasmas donde no los hay.

Sin embargo, esa noche, cuando cada uno se retiró a su habitación, el miedo se coló como la humedad entre las paredes.

Valeria intentó dormir, pero el colchón hundido y el constante crujir del piso no se lo permitían. Dio vueltas durante horas hasta que, finalmente, el sueño la venció. Soñó con un pasillo interminable, alfombras rojas y puertas que se abrían una a una, dejando escapar voces que la llamaban por su nombre.

Despertó sobresaltada cuando escuchó que alguien la llamaba de verdad.

—Valeria…

Se incorporó de golpe, con la respiración agitada. Miró a su alrededor: la habitación estaba a oscuras, salvo por la luz plateada de la luna entrando por la ventana. No había nadie allí.

El susurro volvió, más cerca:

—Valeria… ven…

El corazón le golpeaba en el pecho. Se obligó a levantarse, convencida de que alguien le estaba gastando una broma. Abrió la puerta y salió al pasillo. Estaba vacío. La lámpara de queroseno titilaba al fondo, en el vestíbulo, lanzando sombras que parecían moverse por sí solas.

En ese momento, otra puerta se abrió con un chirrido. Era la habitación de Camila. Su amiga salió tambaleándose, con el rostro desencajado.

—¿Lo escuchaste también? —preguntó Camila, con un hilo de voz.

Valeria asintió. Ambas se miraron, sabiendo que no estaban locas.

De pronto, un golpe estremeció la casa, como si algo hubiera caído en el ático.

Diego apareció corriendo desde el extremo del pasillo con una linterna en la mano.

—¿Qué fue eso?

—El ático —dijo Sofía, que ya estaba allí, como si hubiera aparecido de la nada—. Alguien está arriba.

Martín y Julián salieron de sus habitaciones.

—Basta ya —gruñó Julián, irritado—. Voy a comprobarlo y terminar con esta farsa.

—No, espera —intentó detenerlo Diego.

Pero Julián ya subía las escaleras hacia la trampilla del ático. El resto lo siguió, aunque el aire parecía volverse más pesado con cada escalón. Cuando Martín empujó la escotilla, un olor rancio descendió, como si el aire de arriba llevara años atrapado.

Subieron uno a uno. El ático estaba cubierto de polvo, cajas apiladas y muebles rotos. En el centro, un baúl de madera estaba abierto, y junto a él, una muñeca de porcelana con los ojos rotos y la boca manchada de un líquido oscuro.

Camila retrocedió con un grito ahogado.

—Eso… no estaba aquí.

Entonces, la trampilla del ático se cerró de golpe detrás de ellos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.