La Casa de los Susurros

Capítulo 3: El Diario Oculto

El golpe de la trampilla resonó como un trueno en la oscuridad. La linterna de Diego temblaba en su mano mientras enfocaba la salida sellada. Intentó abrirla de inmediato, pero no cedió.

—¡Está atorada! —gruñó, empujando con el hombro.

Martín se acercó y lo ayudó, pero la madera ni siquiera crujió. Era como si hubiera sido clavada desde fuera en cuestión de segundos.

—No tiene sentido… —murmuró Valeria, con la respiración entrecortada—. No puede cerrarse sola de esa forma.

Julián, sudando a pesar del frío, trató de sonreír.

—Tal vez la casa quiere que nos quedemos a dormir aquí arriba.

Nadie rió.

El ático era amplio, con el techo inclinado y lleno de sombras que parecían reptar por las esquinas. Había cajas apiladas, cubiertas con telas raídas, y un fuerte olor a humedad mezclado con hierro oxidado. La muñeca de porcelana descansaba en el suelo, con su boca oscura abierta en un gesto macabro.

Sofía no podía apartar la vista de ella.

—Esa muñeca nos estaba esperando.

Camila, nerviosa, se abrazó a sí misma.

—No lo digas. No quiero pensar en eso.

Martín encendió una segunda lámpara que encontró entre las cajas. La luz cálida iluminó mejor el lugar, revelando un baúl abierto en el centro. En su interior había ropa infantil desgastada, fotografías antiguas y un montón de papeles amarillentos.

Valeria se inclinó para revisarlos.

—Son cartas, facturas, recortes de periódico… —sacó un cuaderno de tapas de cuero gastadas—. Y esto parece un diario.

Todos se acercaron. La médica lo abrió con cuidado, las páginas quebradizas crujieron como huesos. La primera entrada estaba fechada en 1891.

“Hoy hemos llegado a nuestra nueva casa. Es grande, demasiado grande para nosotros, pero el silencio del bosque parece protegernos. La soledad puede ser dura… pero lo soportaremos. Él dice que aquí estaremos a salvo.”

Valeria leyó en voz alta, y un escalofrío recorrió al grupo. Pasó la página.

“Anoche escuchamos voces en los pasillos. Los niños no quieren dormir. Él insiste en que son solo sueños. Pero yo los escuché también, detrás de la pared, como si alguien me hablara en susurros.”

Camila se tapó la boca con la mano.

—Es lo mismo que nos pasó a nosotras…

Valeria siguió leyendo, cada palabra cargada de desesperación:

“El pacto exige más de lo que imaginábamos. Él dice que si no lo cumplimos, la casa se volverá contra nosotros. No quiero perder a mis hijos. Prefiero entregar mi propia alma antes que la de ellos.”

Sofía susurró, con los ojos fijos en la página:

—La casa… alimentándose.

—Basta, no sigas —pidió Diego, tenso.

Pero Julián, contraído por la curiosidad, arrebató el diario de las manos de Valeria y lo hojeó.

—Miren esto… —dijo, apuntando a un párrafo con letras torcidas—. “El sacrificio no debe ser elegido. La casa siempre reclama lo que quiere.”

Un silencio pesado cayó sobre el grupo. Solo se escuchaba el crujido del techo y el repiqueteo de la lluvia que había comenzado afuera.

De pronto, un ruido los sobresaltó. Algo se arrastraba entre las cajas del fondo del ático. Diego apuntó con la linterna, pero la luz apenas alcanzó a mostrar una figura que se desvaneció en la oscuridad.

Camila gritó.

—¡Vi algo!

Diego corrió hasta el rincón, apartó las cajas, pero no había nada. Solo polvo y telarañas.

Cuando volvió con el grupo, la muñeca ya no estaba en el suelo.

—¿Dónde… dónde está? —preguntó Sofía con un hilo de voz.

Todos miraron alrededor, nerviosos. El corazón de Valeria latía con fuerza. No era posible que un objeto hubiera desaparecido frente a sus ojos.

Martín levantó el diario y lo cerró de golpe.

—Sea lo que sea, no vamos a quedarnos aquí. Tenemos que salir.

Golpearon, patearon y empujaron la trampilla durante casi una hora. El aire del ático se volvía más denso, como si respiraran ceniza. Las luces parpadearon.

Y entonces, de repente, la escotilla se abrió sola con un chirrido lento.

Valeria tragó saliva.

—Es como si… nos dejara salir.

Nadie habló. Bajaron uno por uno, temblando. Al llegar al vestíbulo, Martín aún apretaba el diario contra el pecho. La lámpara titiló y, por un instante, los rostros del retrato en la sala parecieron sonreír.




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