El diario descansaba sobre la mesa del comedor, abierto en sus páginas más oscuras. Nadie hablaba. La lámpara de queroseno lanzaba sombras que parecían inclinarse sobre ellos para escuchar también.
Valeria pasó los dedos por las letras torcidas, escritas con tinta que había perdido su color. Respiró hondo y comenzó a leer:
“Él dice que la casa lo exige. No se trata de nosotros, sino de las paredes, del suelo, de las vigas que respiran. Si no ofrecemos algo, la casa lo tomará por sí misma.”
Un escalofrío recorrió a todos. Camila se apretó el suéter contra el pecho, mientras Julián bufaba nervioso.
—¿“Ofrecer algo”? —repitió Diego.
Valeria pasó la página. Allí, la caligrafía se volvía temblorosa, como escrita por una mano desesperada.
“Al principio fueron animales. Una cabra, un perro, incluso un caballo. La sangre bastaba para calmar los susurros en las paredes. Pero pronto, las sombras comenzaron a pedir más. No era suficiente.”
Martín apretó los puños.
—Esa familia estaba enferma.
Valeria continuó leyendo, aunque la voz le temblaba.
“Dijeron que debían ser almas humanas. No voluntarias, no elegidas al azar. La casa abre los ojos y señala a quien quiere. No importa si es niño, mujer o anciano. La casa decide. Y una vez elegido, resistirse solo trae desgracias peores.”
El silencio se volvió insoportable. Todos miraron alrededor, como si la casa pudiera escucharlos.
Camila no aguantó más.
—¿Cómo sabes que es real? Podría ser una historia inventada por alguien perturbado.
Sofía levantó la mirada lentamente, con los ojos vidriosos.
—Es real. Yo lo siento. Desde que llegamos, la casa… me observa. Está esperando.
Nadie se atrevió a contradecirla.
Valeria hojeó más adelante. Encontró descripciones cortas, pero terribles:
“Encendimos las velas negras en el salón, alrededor del retrato. La sangre se derramó en el piso y la madera la absorbió como tierra sedienta.”
“Los cánticos deben repetirse hasta que las voces en los pasillos callen. No debemos detenernos aunque la víctima grite. Si lo hacemos, los ojos en los muros se abrirán de nuevo.”
“Esta casa no se construyó para vivir en ella. Es un altar. Y cada ladrillo está manchado con el precio del pacto.”
Valeria cerró el diario de golpe. Su respiración era rápida, como si hubiera corrido.
—Ya es suficiente.
Pero Sofía estiró la mano y lo abrió otra vez. Sus dedos acariciaron una última página, escrita casi como un ruego.
“He visto lo que ocurre cuando la casa elige. Las puertas no se abren, las ventanas se cierran, y todo se apaga hasta que la ofrenda desaparece. Después, la casa se calma… por un tiempo.”
Un crujido retumbó en el techo, haciéndolos saltar. Fue tan fuerte que el polvo cayó desde las vigas.
Julián se levantó abruptamente.
—¿Saben qué? Esto es basura. Viejas supersticiones. No pienso quedarme escuchando cuentos de brujas.
—No son cuentos —dijo Sofía, sin apartar la vista de la página—. La casa tiene hambre.
El silencio volvió. Nadie discutió. La lámpara parpadeó y, por un instante, los rostros en el retrato parecieron inclinarse hacia adelante, atentos, como esperando la próxima ofrenda.
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Editado: 16.09.2025