La Casa de los Susurros

Capítulo 5: La Primera Desaparición

La lluvia golpeaba con fuerza los ventanales de la mansión, y el viento silbaba entre los árboles, haciendo crujir la vieja estructura. La tensión tras la lectura del diario aún estaba fresca; nadie hablaba demasiado, pero todos sentían que la casa los estaba observando.

—No me gusta esto —murmuró Camila, abrazándose a sí misma—. No es solo miedo… siento que la casa está viva.

Valeria la miró con seriedad.

—Sí, lo está. Y si no tenemos cuidado, podemos convertirnos en parte de ella.

Julián, intentando mantener su habitual sarcasmo, se levantó.

—Vamos, chicas, dejen de hiperventilar. Solo necesitamos dormir un poco y mañana nos vamos. Nada va a pasar.

Nadie le respondió. Nadie se atrevía. Sofía seguía con los ojos fijos en la escalera que llevaba al piso superior, como si pudiera ver más allá de la oscuridad.

Diego revisó las ventanas del salón mientras Martín cerraba puertas y aseguraba que todo estuviera en su lugar. El sonido del viento y de la lluvia llenaba cada rincón, y por primera vez, los crujidos de la casa no parecían simples sonidos de madera vieja. Parecían pasos.

—¿Oyeron eso? —preguntó Diego, deteniéndose en medio del pasillo.

Todos se quedaron en silencio. Un golpe sordo resonó desde el piso superior, seguido de un crujido como de muebles arrastrándose.

—Debe ser la tormenta —dijo Martín, aunque su voz sonaba insegura.

—No —susurró Sofía—. No es la tormenta.

Valeria frunció el ceño y caminó hacia la escalera.

—Voy a revisar. Nadie se queda solo.

Subieron al primer piso, iluminando con linternas el pasillo largo y polvoriento. Todo parecía en silencio, pero un frío extraño se pegaba a la piel. Cada puerta que abrían estaba vacía. Nada parecía moverse.

—Tal vez sea solo un animal —dijo Julián, pero su voz sonaba vacilante.

Cuando llegaron a la habitación del fondo, descubrieron que la puerta estaba cerrada desde dentro. Valeria giró la perilla, pero no cedió. Empujaron juntos, y finalmente se abrió con un chirrido prolongado.

El cuarto estaba vacío. Las sábanas tiradas en el suelo, los muebles intactos, pero en el aire había un olor metálico, como a sangre fresca.

—¿Dónde está Julián? —preguntó Camila, con la voz temblorosa.

—Él estaba con nosotros —dijo Diego, confuso—. Tenía que estar aquí.

Valeria miró alrededor, intentando entender. Entonces notó algo en el suelo: marcas de pasos que no coincidían con ninguno de los zapatos del grupo, profundas y húmedas, que se dirigían hacia la esquina más oscura de la habitación.

—Esto… esto no es posible —susurró Valeria—. Nadie más ha entrado.

Sofía se acercó lentamente. Sus dedos temblaban mientras señalaba el suelo.

—La casa lo eligió.
—¡Julián! —gritaron al unísono, sus voces rebotando contra las paredes.

Buscaron frenéticamente, revisando cada rincón, pero no había señales. La ventana estaba cerrada, la puerta bloqueada desde fuera. Solo quedaron las marcas de pasos que se internaban en la sombra más profunda del cuarto, desvaneciéndose lentamente.

Valeria sintió que la sangre se le helaba.

—Esto es real… —dijo con voz temblorosa—. La casa… se lo llevó.

Camila abrazó a Sofía y comenzó a llorar. Diego golpeó la puerta, desesperado.

—¡Ábranla! ¡Julián, responde!

Martín se arrodilló, agarrando el diario que habían leído, sus páginas parecían arder en sus manos, como si cada palabra cobrara vida. La última anotación sobre los rituales y las ofrendas resonó en su mente: “La casa abre los ojos y señala a quien quiere. No importa si se resiste.”

—Está aquí… entre nosotros —dijo Sofía, con un hilo de voz—. La casa lo ha elegido.

El grupo permaneció en la habitación, temblando, mientras afuera la tormenta rugía y los crujidos de la mansión se volvían cada vez más fuertes. La primera víctima ya había sido reclamada, y la casa estaba satisfecha… por ahora.

Nadie dormía esa noche. Cada sombra parecía moverse, cada susurro los llamaba desde los rincones. Y todos sabían que lo peor apenas comenzaba.




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