La Casa de los Susurros

Capítulo 6: El Espejo Roto

El amanecer apenas asomaba entre las nubes, tiñendo los ventanales con una luz grisácea. La tormenta había cedido, pero la mansión seguía envuelta en un silencio pesado, como si cada rincón aún respirara con el terror de la noche anterior.

El grupo permanecía en la habitación donde Julián había desaparecido, temblando y sin hablar. La puerta, que se había cerrado sola, ahora parecía menos impenetrable bajo la luz del día, pero nadie tenía el valor de abrirla primero.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Valeria finalmente, apretando los dientes—. No podemos quedarnos más tiempo.

Diego se adelantó y empujó la puerta con cuidado. Al principio no cedió, pero tras varios intentos y un golpe firme, la cerradura cedió con un chirrido metálico. La puerta se abrió y los cinco respiraron aliviados, aunque la tensión no disminuyó.

—Vamos a bajar —dijo Sofía, con la voz temblorosa—. Necesitamos luz natural y aire fresco.

Bajaron al vestíbulo, donde la luz de la mañana iluminaba parcialmente el polvo suspendido en el aire. El retrato familiar seguía allí, y por un instante, todos lo miraron, recordando que los ojos en la pintura parecían seguirlos incluso con la luz del día.

Valeria sugirió que encontraran un lugar donde sentarse y recuperarse, así que se dirigieron a la sala principal. Cada paso hacía que los crujidos del suelo resonaran como advertencias. Las paredes parecían más altas, y las sombras de los muebles cubiertos por sábanas se alargaban con la luz matinal, como fantasmas inmóviles.

—No podemos quedarnos parados —dijo Martín—. Necesitamos pasar lo que queda de la noche y pensar en un plan.

Camila y Sofía se sentaron en el suelo, apoyando la espalda contra un sillón cubierto con una sábana. Valeria se sentó frente a ellas, abriendo de nuevo el diario, aunque esta vez con manos más firmes.

—Tenemos que entender qué quiere la casa —dijo—. Si no sabemos lo que espera, nunca vamos a poder protegernos.

Mientras hojeaban las páginas, Diego exploraba la sala, asegurándose de que no hubiera más sorpresas inmediatas. Fue entonces cuando vio un reflejo extraño en un espejo cubierto con una tela en un rincón. La sábana estaba parcialmente caída, dejando ver una superficie agrietada y manchada de polvo.

—Chicos… miren esto —llamó, señalando el espejo.

Todos se acercaron. El espejo no reflejaba exactamente la realidad. En él, las siluetas del grupo aparecían ligeramente distorsionadas; sus movimientos se retrasaban un instante, y detrás de cada reflejo, una sombra parecía moverse por su cuenta.

—¿Ven eso? —dijo Diego, con la voz baja—. No es solo polvo ni grietas… hay algo más allí.

Camila dio un paso atrás, aterrada.

—No me acerco. Siento que me está mirando.

Sofía, siempre sensible a lo sobrenatural, se inclinó hacia el espejo.

—No es un reflejo… es otra cosa. La casa muestra lo que quiere. Lo que nos persigue no está en el mundo real… sino aquí.

Valeria sintió un escalofrío. Cerró el diario con fuerza y dio un paso hacia el espejo.

—Tenemos que salir de aquí —dijo—. No podemos pasar más tiempo frente a esto.

El grupo decidió retirarse a una habitación iluminada por la luz de la mañana. La tensión disminuyó ligeramente al sentir que la puerta estaba ahora bajo su control y que el peligro inmediato no era tan palpable. Sin embargo, cada uno sabía que la casa aún los acechaba.

Nadie hablaba demasiado; cada sonido parecía amplificado, y cualquier sombra mínima los hacía mirar de reojo. Dormir era imposible, y las ventanas apenas dejaban entrar la luz del sol filtrada por las nubes.

Mientras se acomodaban en la sala, Sofía murmuró:

—Lo peor no es que Julián haya desaparecido. Lo peor es que sabemos que la casa puede hacerlo de nuevo.

El silencio cayó sobre ellos. Afuera, los árboles aún se mecían con la humedad de la tormenta, y adentro, el espejo agrietado continuaba reflejando sombras que no pertenecían a nadie en la habitación. La casa los había marcado, y ahora sabían que cada reflejo, cada crujido y cada sombra eran avisos de lo que vendría.




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