La noche había caído de nuevo, oscura y silenciosa, pero no había paz. Cada sombra de la mansión parecía tener vida propia, alargando sus garras de oscuridad sobre las paredes y los suelos cubiertos de polvo.
—No puedo quedarme aquí —susurró Camila, con los ojos muy abiertos—. Siento que… que algo nos sigue.
Valeria asintió, pero el temor se le notaba en la voz.
—Tenemos que recorrer los pasillos y encontrar un lugar seguro. No podemos quedarnos parados.
Martín tomó la delantera, con la linterna en la mano. La luz temblaba, iluminando apenas un par de metros delante de ellos. Las paredes parecían moverse; cada paso que daban parecía estirarlas, haciendo que los pasillos se alargaran infinitamente.
—Esto… esto no es normal —dijo Diego, con la respiración agitada—. El pasillo no termina nunca.
Sofía se aferró al brazo de Valeria.
—La casa nos está atrapando. No podemos salir.
De repente, un crujido más fuerte que todos los anteriores resonó desde la oscuridad. Una sombra rápida pasó frente a ellos, demasiado grande para ser un animal. Camila gritó y tropezó, cayendo al suelo. Cuando se incorporó, la sombra ya no estaba, pero un frío intenso la recorrió hasta los huesos.
—¡Rápido, sigan adelante! —ordenó Valeria, con una fuerza que no sentía—. No podemos mirar atrás.
A cada paso, los pasillos parecían reorganizarse. Una puerta que habían dejado abierta aparecía cerrada; un ventanal que estaba a la izquierda ahora estaba a la derecha; las paredes parecían inhalar y exhalar, como si la casa respirara con ellos dentro.
—Esto… esto es imposible —murmuró Julián, aunque nadie lo escuchaba, porque él ya no estaba—.
La voz de Camila temblaba.
—¡Martín! ¡Algo se mueve allá!
Todos enfocaron la linterna hacia un extremo del pasillo. Allí, un conjunto de sombras se retorcía y giraba, como si fueran figuras humanas atrapadas en la pared, tratando de salir. Susurros incomprensibles llenaron el aire, mezclándose con el crujido de la madera.
—No… no podemos estar aquí —jadeó Sofía—. Esto no es real… no puede ser real…
Martín avanzó, decidido a liderarlos, pero el piso cedió bajo sus pies y un crujido aterrador resonó como un grito de madera. Diego se agarró a la pared, y Valeria sintió un golpe de aire helado que la empujó hacia atrás.
—¡Cuidado! —gritó—. La casa… ¡la casa está viva!
La linterna iluminó un objeto que se movía solo: la muñeca de porcelana del ático apareció frente a ellos, rodando por el suelo como si tuviera piernas propias. Sus ojos rotos parecían brillar con una luz interna, y su sonrisa rota se ensanchó de manera imposible.
Camila gritó y cayó de rodillas.
—¡Aléjense!
Valeria recogió la linterna y la alzó, intentando iluminar cada rincón. Las sombras parecían multiplicarse; los pasillos se enroscaban como serpientes, y cada vez que giraban, terminaban exactamente donde habían empezado. Era un laberinto sin salida.
—¡Tenemos que mantenernos juntos! —dijo Valeria, respirando con fuerza—. No podemos separarnos.
De pronto, una voz susurró directamente en sus oídos, suave, aterradora y familiar:
—Los voy a llevar uno por uno…
Nadie respondió. El terror era absoluto. La luz de la linterna comenzó a parpadear, y cada parpadeo traía un cambio en el pasillo: columnas que antes no estaban, puertas que se abrían solas, sombras que se acercaban más rápido de lo que podían reaccionar.
Un grito lejano resonó desde algún lugar de la mansión. No era Julián; sonaba más humano, pero al mismo tiempo distorsionado, como si la casa lo hubiera retorcido antes de tragárselo.
Camila se abrazó a Sofía, temblando.
—No puedo más… no puedo…
Valeria respiró hondo y trató de mantener la calma.
—Solo tenemos que encontrar la sala principal. Desde allí podemos planear… cualquier cosa.
Pero cuando corrieron hacia donde creían que estaba la sala, descubrieron que la puerta había desaparecido. La pared estaba lisa, sin ventanas ni salidas. La casa los había encerrado completamente.
El corazón de Diego latía como un martillo.
—Esto no tiene sentido… —murmuró, aterrorizado—. La casa no quiere que salgamos…
Sofía señaló un espejo en la pared. Esta vez no estaba roto, pero los reflejos no coincidían: sus propias figuras parecían arrastrarse hacia atrás, intentando escapar de un lugar invisible. La habitación reflejada en el espejo era diferente, oscura, con puertas que no existían y figuras que se desvanecían antes de que pudieran verlas por completo.
Valeria tragó saliva.
—Estamos atrapados… y la casa nos está mirando.
El aire se volvió más denso, y la luz de la linterna se apagó por completo. Los gritos de la noche anterior resonaban otra vez, mezclándose con los crujidos de la madera y el susurro constante:
—Los voy a llevar… uno por uno…
Nadie durmió esa noche. La mansión los envolvía, los observaba, los acechaba. Cada sombra, cada reflejo, cada sonido era un recordatorio de que ya no eran visitantes: eran presas.
Y la casa sabía que la primera desaparición de Julián solo había sido el comienzo.
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Editado: 18.09.2025