La Casa de los Susurros

Capítulo 8: Enfrentando la Casa

La noche había caído con un silencio antinatural. La mansión parecía contener la respiración, y el grupo estaba agotado: caminaban por pasillos que cambiaban, evitando sombras que parecían alargarse hacia ellos, con cada crujido resonando como un grito.

—No podemos seguir huyendo —dijo Valeria, con la voz firme, aunque temblaba por dentro—. Debemos enfrentarnos a la casa.

Martín y Diego la miraron incrédulos.

—¿Enfrentarla? —repitió Diego—. ¡Nos está matando uno por uno!

—Si seguimos escondiéndonos, nos atrapará igual —replicó Valeria—. Tenemos que buscar la fuente, lo que la alimenta… o esto no terminará nunca.

Sofía y Camila permanecieron en silencio, aferrándose la una a la otra. Nadie discutió más. La desesperación había vencido al miedo por un instante.

Avanzaron hacia el corazón de la mansión: la sala principal. Cada paso parecía pesado, como si caminaran a través de agua espesa. Los pasillos se retorcían; la casa parecía jugar con ellos, desviando su camino, creando esquinas que antes no existían. Cada puerta que abrían revelaba una habitación distinta a la anterior: salones vacíos, cocinas polvorientas, pasillos interminables.

De repente, un golpe los hizo retroceder. Un cuadro cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Entre los fragmentos, los ojos del retrato familiar parecían moverse, siguiéndolos con odio palpable.

—¡Basta! —gritó Valeria, levantando el diario—. ¡Si esta casa quiere un ritual, lo enfrentaremos nosotros!

La linterna temblaba en su mano. El aire se volvió más frío, y de pronto, las sombras comenzaron a alargarse, rodeándolos. Una corriente de voces llenó el pasillo, gritos mezclados con susurros incomprensibles que parecían provenir de las paredes, del techo, del suelo.

—No… no podemos estar aquí —jadeó Sofía—. Esto no es real… no puede ser real…

Martín avanzó, decidido a liderarlos, pero el piso cedió bajo sus pies y un crujido aterrador resonó como un grito de madera. Diego se agarró a la pared, y Valeria sintió un golpe de aire helado que la empujó hacia atrás.

De repente, Camila gritó y desapareció frente a sus ojos. Un parpadeo de luz y un frío intenso la envolvieron; lo único que quedó fueron sus zapatos en el suelo, llenos de polvo.

—¡Camila! —gritaron todos, pero la habitación permaneció en silencio absoluto, salvo por sus propios sollozos.

Valeria tragó saliva.

—La casa… la casa la eligió.

Unos segundos más tarde, el grupo avanzó hacia lo que parecía ser un salón central, más grande que cualquier otro que hubieran visto. Allí, un espejo agrietado cubría toda la pared. En él, las sombras danzaban y se retorcían, mostrando no solo sus reflejos, sino también figuras que no estaban en la habitación: personas caídas, brazos extendidos, gritos congelados en los labios.

—Tenemos que destruir esto —dijo Valeria, con la voz firme pero temblorosa—. Esto es lo que controla la casa.

Martín levantó una silla y ambos se prepararon para golpear el espejo. Cada reflejo parecía burlarse de ellos, mostrando lo que la casa había tomado y lo que aún podría reclamar.

El aire estaba cargado de tensión. La mansión estaba viva, y Camila era la prueba más reciente de que la casa no perdona.

Valeria respiró hondo y levantó la silla, lista para romper el espejo y terminar con la tortura que la casa les había impuesto hasta ahora.

Cada impacto hacía que un grito resonara dentro del vidrio, como si atrapara voces humanas. Finalmente, con un estruendo, el espejo se quebró en mil fragmentos. Un silencio absoluto llenó la sala.

Por un instante, la mansión pareció calmarse. Las sombras desaparecieron, los crujidos cesaron y el aire se volvió respirable.

—¿Hemos terminado? —preguntó Diego, con la voz temblorosa.

Valeria sostuvo el diario con fuerza.

—No. Esto es solo el comienzo. La casa ha sido herida, pero no destruida. Debemos encontrar cómo escapar antes de que reclame otra vida.

El grupo, agotado y temblando, se sentó en el suelo de la sala central. Afuera, la noche seguía cayendo, pero dentro, por primera vez desde que llegaron, había un respiro. Solo un respiro.

Porque sabían que la mansión nunca perdona.




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