La Casa de los Susurros

Capítulo 10: El Último Sacrificio

El aire dentro de la mansión era denso, imposible de respirar. Las paredes parecían palpitar como si tuvieran venas, y las sombras se habían vuelto sólidas, rodeándolos por completo.

Martín y Diego gritaban, tratando de abrirse paso, pero cada intento era inútil. Valeria golpeaba con todas sus fuerzas las paredes que parecían cerrar el paso, mientras Sofía lloraba y rezaba en silencio.

Las voces crecían, formando un coro de gritos y cantos en un idioma antiguo. El eco hacía temblar el suelo, y del espejo roto del salón surgió una grieta que se extendió hasta el techo, revelando un espacio oscuro y profundo como la boca de un abismo.

De esa grieta surgieron los entes: figuras humanas distorsionadas, con los rostros de quienes habían desaparecido antes. Camila, Julián… todos estaban allí, con ojos vacíos y movimientos lentos, extendiendo las manos como si quisieran arrastrarlos hacia la oscuridad.

—¡No! —gritó Sofía, apartando la mirada, mientras Valeria intentaba empujar a las figuras.

Un chillido ensordecedor llenó la casa, y en un instante, Valeria fue arrastrada hacia las sombras, desapareciendo entre los brazos de aquellos espectros. Diego intentó correr, pero el suelo se abrió bajo sus pies y lo devoró. Martín, aterrado, golpeaba con las manos ensangrentadas las paredes, hasta que un enjambre de sombras lo cubrió por completo.

Sofía quedó sola.

El silencio que siguió fue peor que los gritos. El eco de sus propios sollozos rebotaba en los pasillos interminables. La mansión parecía latir, como si hubiera terminado su banquete.

Pero Sofía no se rindió. Apretó los dientes y corrió. No sabía hacia dónde, pero la casa parecía guiarla: escaleras que se abrían de pronto, ventanas que mostraban un bosque iluminado por la luna. Con un último esfuerzo, se lanzó contra un ventanal y cayó entre ramas y tierra húmeda.

El aire fresco del bosque la golpeó en el rostro. Había escapado.

O al menos, eso pensó.

Mientras corría, jadeante, tropezó con piedras cubiertas de musgo y estructuras de madera derrumbadas. No eran simples ruinas: eran restos de una comunidad antigua, casas pequeñas, cercas oxidadas, y un campanario caído. Todo parecía detenido en el tiempo, como si aquella gente hubiera desaparecido de un día para otro.

Avanzó con cautela, y entre los escombros encontró tablillas viejas, libros enmohecidos y símbolos grabados en la madera: los mismos que había visto en el diario de la mansión.

De pronto lo entendió.

La mansión no era solo una casa maldita. Había sido construida como un altar. Esa comunidad victoriana había adorado al mal, levantando la mansión para ofrecer sacrificios humanos. Todo aquel que llegaba, atraído por la belleza o el misterio del lugar, era ofrecido al altar viviente. Con el paso de los años, la comunidad desapareció sin dejar rastro, como si se hubiera desvanecido en la misma oscuridad que veneraban.

Pero la casa permaneció. Siempre esperando. Siempre hambrienta.

Los descendientes de esa comunidad eran los herederos de la mansión, guardianes involuntarios de un pacto infernal que nunca se rompió. Y Sofía lo comprendió con un escalofrío: no había escapado de la maldición, solo había sobrevivido a su turno.

El bosque estaba en silencio absoluto. Al voltear una última vez, vio la silueta de la mansión a lo lejos, oscura contra la luna. Podía jurar que las ventanas la observaban, como ojos brillando con hambre.

Sofía corrió hacia la carretera, jurándose a sí misma no volver jamás. Pero en lo más profundo de su corazón sabía la verdad: la casa siempre encuentra un nuevo dueño, un nuevo sacrificio. Y tarde o temprano, alguien más entraría en sus muros.

La maldición nunca muere.




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