La lluvia caía fina, persistente, como si el cielo llorara sobre la tierra maldita. En medio del silencio de la carretera, un coche avanzaba lentamente, devorando los kilómetros que separaban a Simón Vargas de su pasado. Hacía más de quince años que no regresaba al pueblo donde nació, un rincón olvidado entre las montañas, cubierto por niebla eterna y leyendas que nadie se atrevía a mencionar en voz alta. Era escritor de historias de horror, un hombre acostumbrado a los fantasmas de su imaginación. Pero esta vez, no venía a inventar, sino a buscar respuestas sobre la desaparición de un viejo amigo, Samuel Ortega.
Mientras conducía, el recuerdo de Samuel lo perseguía como una sombra que se negaba a envejecer. Ambos habían crecido entre las calles empedradas de Valdemar, un pueblo antaño próspero donde todos se conocían y donde, con el paso del tiempo, la superstición había reemplazado a la fe. Semanas atrás, Simón había recibido una carta sin firma ni remitente, con unas líneas escritas en tinta descolorida y una amenaza oculta que no podía ignorar.
El papel estaba amarillento, como si hubiera pasado décadas guardado en un lugar húmedo. En él se leía una única advertencia, escrita con trazo tembloroso. No entres en la casa de los susurros.
Recordó el escalofrío que recorrió su cuerpo al leer esas palabras. Pese a ello, algo en ellas despertó su curiosidad más profunda. Como autor, siempre había buscado la frontera entre ficción y realidad, aquello que podía hacer dudar al lector sobre la existencia de las fuerzas invisibles. Pero ahora, el juego se tornaba personal. Esa advertencia no era una ficción más. Venía de alguien que conocía la historia del pueblo, y posiblemente, la suerte de Samuel.
Valdemar apareció ante él, envuelto en un velo gris. Las montañas que lo rodeaban eran tan altas que parecían mantenerlo prisionero. La carretera terminaba en una curva estrecha desde la que se divisaban los tejados oscuros y humeantes. A medida que descendía, el aire se volvía más frío, y una sensación antigua —esa que se clava en la nuca cuando uno presiente ser observado— se instaló en sus hombros.
Al entrar en el pueblo, las casas parecían aún más deterioradas de lo que recordaba. Las ventanas estaban cubiertas de tablas, las fachadas despintadas, y una neblina espesa ocultaba las formas hasta hacerlas irreales. Pocos transeúntes caminaban por la calle principal, pero ninguno levantaba la mirada. Algunas mujeres cerraban las cortinas al verlo pasar. Los perros no ladraban. La quietud era total, como si Valdemar respirara con lentitud, observando al visitante con recelo.
Simón estacionó frente a la vieja posada donde solía alojarse el correo y los viajeros. El rótulo de madera pendía por un clavo oxidado. Entró, sacudiendo las gotas de lluvia de su abrigo, y un aroma húmedo, mezcla de moho, leña vieja y recuerdos le dio la bienvenida. Tras el mostrador, un hombre mayor, de rostro arrugado y mirada apagada, levantó apenas la cabeza.
—Necesito habitación por unos días —dijo Simón, mientras apoyaba su maletín sobre el mostrador.
El viejo lo observó con una lentitud casi pesada, como si su mente intentara reconocerlo entre los fantasmas de otro tiempo.
—Usted es de aquí —murmuró finalmente, sin emoción—. No hay muchos que regresen.
—Tenía un amigo desaparecido. Vine a buscar respuestas. —La voz de Simón sonó decidida, pero el temblor de sus manos lo traicionaba.
El hombre asintió con un gesto lento.
—Aquí nadie desaparece, joven… aquí, la tierra se los traga.
Aquella frase lo persiguió mientras subía las escaleras hasta su habitación. El suelo crujía a cada paso, y las sombras parecían moverse en los rincones donde la luz no alcanzaba. Dejó la maleta sobre la cama y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver el camino que llevaba al bosque, ese mismo donde, de niños, jugaban él y Samuel. Al fondo, una zona oscura se destacaba entre los árboles. Recordaba las historias, una mansión antigua, abandonada después de un misterio familiar. La casa de los susurros.
Apretó los dientes, sin querer aceptar el impulso que empezaba a crecer en su interior. Inclinó la cabeza hacia el suelo, intentando apartar los pensamientos, pero entonces vio algo bajo la puerta. Era un sobre. Nadie lo había escuchado llegar. Corrió hacia él y lo recogió con cautela. Era idéntico al de la primera carta: papel amarillento, sin remitente. Dentro encontró una nota breve, esta vez con una frase escrita con tinta fresca, que aún manchaba los dedos al tocarla.
No busques a Samuel. Él está con nosotros.
Sintió el corazón acelerarse. Su mente racional intentó imponer orden. Quizás era una broma. Quizás alguien conocía su propósito y quería jugar con su mente. Pero algo dentro de él sabía que no era casualidad.
Salió de la habitación y bajó nuevamente al salón principal. El viejo del mostrador seguía allí, inmóvil, observando el fuego apagado de la chimenea. Simón le enseñó el sobre.
—¿Quién dejó esto?
El anciano no alzó la vista.
—Nadie ha subido, señor. A veces las cosas aparecen donde quieren aparecer.
Simón apretó la nota dentro del puño. Se sentía observado, aunque no había nadie alrededor. La lluvia golpeaba los cristales, formando un sonido repetitivo, como un murmullo de advertencias que el viento arrastraba desde la montaña. Aquella noche comprendió que el miedo que tantas veces había descrito en sus libros no era una simple invención. En Valdemar, el miedo tenía forma, aliento y mirada.
Cerró las cortinas, encendió una vela y abrió su cuaderno de notas. Bajo el título La casa de los susurros, escribió la primera línea:
Todo comenzó con una carta que me dijo que no debía entrar. Y, sin embargo, ya estoy dentro.
Esa noche, Simón no logró dormir. El crujido de la madera bajo sus pies, el susurro constante del viento, el parpadeo inestable de la vela, todo parecía un lenguaje que la casa usaba para decirle algo que no comprendía. Sus pensamientos giraban alrededor de Samuel y de la advertencia. Intentó escribir, como solía hacerlo cuando el insomnio lo dominaba, pero cada palabra terminaba repitiendo el mismo nombre: La Casa de los Susurros.