La Casa de los Susurros

Llegada al pueblo y primeras sospechas

El cielo se oscurecía con un tono azul profundo cuando Simón decidió recorrer de nuevo las calles de Valdemar. La lluvia había cesado, pero el aire seguía impregnado de ese olor metálico que anuncia tormentas futuras. Los tejados húmedos brillaban débilmente bajo la luz mortecina del atardecer, y el eco de sus pasos resonaba en las calles vacías. Cada rincón del pueblo parecía esconder una memoria, un secreto que se replegaba cuando alguien intentaba conocerlo.

Había pasado solo un día desde su regreso, pero sentía como si hubiera envejecido años dentro de ese silencio denso. Algo me observa, pensó, al notar un movimiento leve tras una de las cortinas cercanas. Sin embargo, cuando volvió la vista, solo encontró el reflejo de su propio rostro en un vidrio empañado.

En el camino hacia la iglesia, encontró a un muchacho cargando leña. Era el primero que parecía no evitarlo. Simón se acercó despacio.

—Buen atardecer —dijo con voz serena.

El joven asintió sin detenerse. —Llueve casi todos los días aquí —respondió—. El sol ya no se deja ver.

—Quizá se esconde, como todos los del pueblo —murmuró Simón.

El chico bajó la cabeza. —No es lo mismo esconderse que protegerse —dijo después de una pausa.

—¿De qué se protegen? —preguntó Simón, con curiosidad sincera.

El joven lo miró apenas un segundo, y en su expresión había algo cercano al miedo. —De lo que nunca debería haber salido de la casa —contestó antes de alejarse sin añadir más.

Simón lo siguió con la mirada hasta que desapareció tras el arco de piedra que marcaba el límite del pueblo antiguo. El eco de esas palabras le quedó vibrando en los oídos, como un presagio.

Siguió caminando hasta el cementerio. Allí, la bruma se acumulaba entre las cruces oxidadas y los mausoleos cubiertos de hiedra. En una esquina, entre lápidas inclinadas, estaba una caseta de madera donde un anciano encorvado limpiaba con un trapo húmedo las placas de mármol. Simón lo observó un instante y luego se acercó.

—Disculpe —dijo con cortesía—, busco información sobre una familia de apellido Ordaz.

El anciano levantó la mirada. Tenía los ojos pálidos, pero su expresión era viva, casi desafiante.

—Los Ordaz, sí —respondió con voz áspera—. Hace mucho que nadie pronuncia ese nombre.

—Me dijeron que vivían en una mansión cerca del bosque —insistió Simón—. ¿Sabe algo más?

El hombre dejó el trapo sobre una tumba y se apoyó en su bastón. —Vivían en la colina del Este, más allá del sendero viejo. Nadie sube por allí. Desde que aquella casa se cerró, el bosque creció cubriéndolo todo. Dicen que el aire se vuelve distinto cuando uno se acerca.

—¿Distinto cómo? —preguntó Simón, sintiendo cómo su pulso se aceleraba.

—Espeso, pesado. Y hay silencio, demasiado silencio —continuó el anciano, con la mirada perdida en el horizonte—. Los animales no entran. Los pájaros no cantan. Y cuando el viento sopla, algunos juran oír voces.

Simón mantuvo el rostro firme, pero algo dentro de él se estremeció. —¿Y qué fue de la familia Ordaz?

El anciano dudó, como si sopesara las palabras. —Se decía que traían libros prohibidos. Que creían tener poder para hablar con los muertos. Una noche de invierno, se escucharon gritos y luego fuego. Las llamas quemaron la casa, pero el humo no salía del techo. Era oscuro, espeso. Cuando fueron a mirar, no quedaron cuerpos. Solo ceniza.

El silencio se hizo más largo. Simón tomó aire. —¿Y desde entonces nadie fue?

—Algunos lo intentaron —dijo el anciano, con una mueca amarga—. Uno perdió la razón. Otro apareció con el cabello blanco antes de tiempo. Luego, simplemente dejaron de ir. Los más viejos decimos que quien oye el primer susurro, ya no regresa igual.

Simón anotó cada palabra en su libreta. Algo en esa historia lo atraía con fuerza irresistible. El relato contenía lo que siempre había buscado en sus libros: el límite entre lo humano y lo impensable.

El anciano lo observó un momento y añadió con un tono más bajo: —Usted no debería buscar lo que está enterrado. Hay cosas que exigen quedarse dormidas.

—Quizá, pero soy escritor —respondió Simón—. Mi trabajo es despertar esos fantasmas.

El hombre escupió al suelo y giró la espalda. —Esos fantasmas no quieren ser historia. Quieren compañía.

La respuesta lo dejó helado. Se marchó despacio, siguiendo el sendero que bordeaba el cementerio. A cada paso, el suelo se tornaba más oscuro, más húmedo. Los árboles crecían torcidos, como si huyeran del centro del bosque. Compañía, pensó. ¿Quién necesita compañía en una casa vacía?

Al llegar de nuevo a la calle principal, vio que un grupo de aldeanos conversaba junto a la tienda del molino. Él se acercó con la intención de preguntar algo más, pero en cuanto lo vieron, callaron de golpe. Una mujer mayor lo miró con desconfianza.

—¿Es usted el forastero que se hospeda en la posada de don Elías? —preguntó, con una voz quebrada.

—Supongo que sí —respondió Simón—. Aunque nací aquí, hace mucho que no venía.

El grupo se miró entre sí. El más joven habló en voz baja. —Entonces sabrá que no debe preguntar por esas cosas.

Simón los observó con detenimiento. —¿Qué cosas?

Nadie respondió. Fue la anciana quien rompió el silencio. —Si insiste en buscar la casa, lleve algo bendito. Un crucifijo, un libro santo, lo que tenga fe en sostener.

—¿Por qué? —insistió él.

—Porque allá las voces no mienten —dijo, posando su temblorosa mano sobre su brazo—. Y si le llaman por su nombre, no lo vuelva a repetir.

Sin añadir más, se apartó, dejando a Simón con el corazón golpeando en su pecho.

Regresó a la posada con el anochecer. El fuego de la chimenea encendía sombras largas y ondulantes. Elías, el posadero, pulía vasos detrás del mostrador.

—Tuve una charla interesante hoy —comentó Simón, intentando sonreír.

—No todo lo interesante conviene recordarlo —respondió el viejo, sin levantar la mirada.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 29.10.2025

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