La Casa de los Susurros

La casa de los susurros

El aire frente a la puerta tenía una densidad casi tangible, como si respirarlo fuera atravesar una cortina hecha de tiempo y polvo. Simón se quedó unos segundos en el umbral, con la linterna apuntando al interior. La luz tembló, apenas venciendo la oscuridad que parecía viva. Ya estoy dentro, pensó. Y no hay regreso.

El suelo crujió bajo sus botas cuando dio el primer paso. El olor era penetrante —madera vieja, humedad, hierro oxidado. En el aire flotaba un rastro dulzón que recordaba a flores marchitas. El silencio era tan profundo que el menor ruido parecía un estallido. El haz de luz reveló un pasillo estrecho, cubierto de telarañas densas. En las paredes, el papel se había desprendido, dejando ver manchas de moho donde el tiempo había dibujado rostros difusos.

La casa entera daba la sensación de estar respirando. A cada paso, el aire cambiaba de temperatura, como si tuviera su propio pulso. Simón avanzó despacio; su linterna iluminó un espejo inclinado contra la pared. El cristal estaba cubierto por una capa de polvo, pero aún reflejaba algo más que su silueta… detrás de él, una sombra se deslizaba con suavidad, cruzando el corredor.

Dio media vuelta. Solo quedaba el silencio, tan pesado que las partículas de aire parecían contener palabras que aún no se atrevían a pronunciarse.

A su izquierda, la puerta del salón principal se mantenía entreabierta. Empujó apenas con la mano y el sonido de las bisagras oxidándose le arrancó un escalofrío. La luz reveló una gran estancia cubierta por lonas grises, muebles antiguos y un enorme reloj detenido a las tres y trece. Hora extraña, pensó, mientras anotaba en su libreta el detalle.

El techo tenía grietas por las que se filtraba la lluvia seca de años. Cada gota era un sonido distinto en medio del silencio, golpeando el suelo con un compás irregular. Avanzó hasta una chimenea ennegrecida. Sobre la repisa encontró marcos vacíos —solo algunos conservaban fragmentos de retratos: rostros a medio borrar, ojos sin pupilas, gestos sin edad.

Se agachó para examinar una fotografía semiquemada que había caído al suelo. En ella, reconoció la figura de una niña de cabello oscuro. Su rostro estaba intacto, pero los bordes de la imagen estaban devorados por el fuego. Los ojos de la niña parecían seguirlo.

De pronto, un sonido leve, casi un suspiro, atravesó la habitación. Provenía del pasillo. Era un susurro, leve, insistente, que apenas pronunciaba una palabra.

Su nombre.

—Simón…

El corazón le golpeó el pecho. Giró la linterna hacia el corredor, pero el haz solo captó polvo suspendido y sombras que se movían lentas. En las paredes, el papel mojado se hinchaba formando burbujas que parecían palpitar.

—Debe haber aire entrando —murmuró para sí, aunque su voz sonó quebrada—. Viejos conductos, eso es todo.

La casa respondió con un crujido que no tenía nada de corriente. Era como un tono grave, profundo, el sonido del mismo suelo que protestaba por su presencia.

Avanzó hasta el fondo del salón y abrió una puerta lateral que daba al comedor. El mobiliario seguía en pie, aunque cubierto por polvo y telarañas. Las sillas, dispuestas alrededor de la mesa, mantenían una disposición exacta, como si los comensales se hubieran levantado un instante antes. Sobre la mesa había platos aún con restos petrificados y copas de cristal cubiertas de una fina capa negra.

Simón se detuvo a observar una figura en la pared. Era un cuadro grande, de marco dorado, y mostraba una escena familiar —un hombre, una mujer joven y una niña. Los tres tenían el mismo gesto quieto, pero los ojos estaban vacíos, borrados por el paso del tiempo o por algo más. Abajo, se alcanzaba a leer un nombre apenas visible: Familia Ordaz, 1896.

—Así que existieron —susurró Simón.

Un movimiento abrupto lo hizo girar. Algo cayó detrás de él, rompió el silencio y le hizo dar un salto. La copa en la mesa había vibrado sola, como si una mano invisible la hubiera rozado.

Respiró hondo. —Estoy dejando que el miedo escriba por mí —dijo en voz baja, intentando mantener el control—. Pero esto... esto no está en mi cabeza.

Decidido a continuar, abrió una puerta más pequeña al fondo del comedor. Daba a una escalera que descendía. El aire allí era más frío, más húmedo. Cada peldaño crujía como si protestara. La linterna parpadeó tres veces antes de estabilizarse.

El sótano estaba lleno de cajas y muebles viejos. El polvo lo cubría todo, y el olor a moho era casi insoportable. La luz rozó una estantería con libros antiguos. Al acercarse, vio que muchos estaban destruidos, pero otros permanecían intactos. Eran volúmenes en latín, algunos con símbolos desconocidos en las tapas. Entre ellos, una caja de madera sobresalía.

Simón la tomó. Era pesada, con cierres oxidados y un grabado en la tapa —un círculo de espinas rodeando una figura humana. Forzó el pestillo y este cedió con un chasquido seco. Dentro halló papeles envejecidos, fotografías y una nota doblada. La desplegó con cuidado.

Las letras estaban escritas con tinta negra. Los que entran no salen.

Sintió un nudo en el estómago. Cerró la caja y la sostuvo contra el pecho, como si un instinto desconocido le advirtiera que no debía dejarla ahí. Las fotografías mostraban a la familia Ordaz, pero en una de ellas, el hombre aparecía con una capa oscura frente a un altar cubierto de símbolos. En otra, la niña observaba el lente con una sonrisa gélida. A su lado, se distinguía una sombra deformada, sin forma humana reconocible.

Una corriente de aire helado recorrió el lugar. La llama de su linterna titiló, todo pareció moverse. Escuchó de nuevo su nombre, más nítido ahora, más cerca.

—Simón…

Giró sobre sí mismo. Ninguna figura visible, pero el aire temblaba a su alrededor.

Subió los escalones casi a tropezones, llevándose la caja bajo el brazo. Cerró la puerta del sótano y apoyó la espalda en ella. Su respiración era agitada. Estoy perdiendo el juicio, pensó, intentando convencerse de que todo era producto del miedo acumulado.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 29.10.2025

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