El reloj del pasillo marcaba las once y media cuando un ligero silbido de viento comenzó a filtrarse por las rendijas de las ventanas. La casa hacía ruidos leves, casi imperceptibles, como si respirara. Simón, sentado junto a la chimenea apagada, repasaba en su libreta los dibujos del colgante que había encontrado en el sótano. El fuego se había extinguido horas antes, pero el olor de la madera quemada persistía, espeso, inmóvil.
De pronto, un sonido cortó la quietud.
Un paso. Suave, pero claro.
Simón levantó la cabeza con el corazón detenido.
—¿Hay alguien ahí? —dijo, intentando que su voz sonara firme.
Silencio. El tic-tac del reloj parecía haberse callado también. Solo el viento, apenas audible, se deslizaba bajo las puertas.
Entonces lo escuchó de nuevo —pasos, esta vez más nítidos, más cercanos. Provenían del piso de arriba.
Simón inspiró despacio. —Debe ser el techado —se dijo a sí mismo—. La madera cede, eso es todo.
Tomó la linterna y la encendió. El haz de luz recorrió el mobiliario cubierto con sábanas, los retratos antiguos que miraban con ojos inmóviles, y la escalera que ascendía hacia la oscuridad.
Los pasos se repitieron. Lentos, desacompasados, como si alguien caminara sin recordar cómo hacerlo.
Simón tembló. Dio un paso hacia la baranda.
—Si hay alguien ahí, salga —ordenó con voz apagada—. Estoy armado.
Nadie respondía, pero algo cambió en el aire. Era como si la casa contuviera la respiración.
Subió el primer peldaño, después otro. Cada tabla crujía, revelando su peso. La linterna oscilaba, proyectando sombras que parecían estirarse y contraerse con vida propia.
Cuando llegó al rellano superior, el silencio volvió. Pero no era paz; era expectación.
Avanzó hasta el pasillo. Las puertas estaban entreabiertas. Desde la última, al fondo, llegaba un olor agrio, húmedo, parecido a óxido.
—Tranquilo —murmuró—. Solo mira, confirma… y baja.
Se acercó despacio. El suelo crujía debajo de sus botas. Empujó la puerta con una mano.
Dentro, la oscuridad era total. El haz de luz recorrió la habitación y se detuvo sobre una silla. Encima, una muñeca. Su cabeza ladeada, los ojos brillando con la luz.
No recordaba haberla dejado así.
Simón contuvo el aliento y levantó un poco más la linterna. En el espejo roto del fondo, su reflejo se multiplicó en trozos desiguales. En uno de ellos, creyó ver otra figura detrás de él, baja y quieta.
Giró de inmediato, encandilando la habitación, pero ante sus ojos no había nada.
—Estoy cansado —dijo, casi riendo—. Eso es todo.
Pero entonces la puerta se cerró con un golpe seco. El sonido resonó largos segundos.
—No… —susurró él.
Corrió hacia la manija y la intentó abrir, pero estaba atascada. Forzó una vez, dos, y aun así no ocurrió nada.
Luego se oyó un sonido diferente —pasos que ascendían y descendían por el pasillo.
Simón pegó el oído contra la puerta. Los pasos se detenían justo frente a ella.
—¿Quién está ahí? —gritó.
Nada. Solo el farol parpadeando y su propia respiración.
Entonces, un susurro.
—No estás solo.
Retrocedió con el corazón disparado. —¿Qué… qué dijiste?
Nadie respondió. La linterna tembló entre sus dedos. Una corriente helada cruzó la habitación.
Algo lo estaba observando.
Giró despacio hacia el espejo. En los fragmentos de cristal se dibujaba una sombra detrás de él, más alta, inmóvil.
—No… esto no está pasando… —murmuró.
El aire se volvió más frío. Sintió en la nuca un roce leve, una respiración ajena.
Gritó. La linterna cayó al suelo, rodó unos metros, su luz quedó apuntando a la pared. En ese haz se dibujó algo, una pequeña huella, como si un pie infantil acabara de dar un paso.
Corrió hacia la salida, empujando la puerta con furia hasta que se abrió. El pasillo estaba vacío. Solo el reloj sonaba de nuevo, marcando un minuto más.
Bajó las escaleras de dos en dos, buscando la puerta de entrada. El aire se volvió espeso, asfixiante.
Llegó a la puerta principal y tiró de la manija; estaba abierta.
—Gracias… Dios mío —exhaló.
Al mirar afuera, su desesperación se tornó incredulidad; no había jardín, ni camino, ni luz, solo una niebla amarilla, ondulante e infinita.
Retrocedió. La niebla parecía pulsar, como si respirara.
En ese instante, la puerta se cerró sola. El golpe fue tan fuerte que el polvo cayó del techo.
Simón la golpeó con ambas manos. —¡Déjame salir!
No sintió nada. De pronto, otra corriente helada sopló a sus espaldas.
Se giró y vio, en lo alto de la escalera, una silueta pequeña y quieta, con la cabeza inclinada.
—¿Quién eres? —preguntó con voz resquebrajada.
La figura no se movió. La linterna, que sostenía débilmente, parpadeó.
La silueta avanzó un paso, luego otro. Era una niña. Su vestido blanco flotaba apenas sobre el suelo.
—No quiero hacerte daño —dijo Simón—. Solo quiero salir.
La voz de ella sonó dulce, distante. —Ya no puedes salir, Simón.
Él dio un paso atrás. —¿Cómo sabes mi nombre?
—Tú lo dijiste —contestó ella con calma—. Cuando abriste la caja.
El aire se tensó. La niña sonrió con una serenidad que lo heló hasta los huesos.
—Tú eres la del retrato —dijo él, apenas respirando.
Ella inclinó la cabeza. —Todos me llaman por distintos nombres. Pero tú me recordaste.
—¿Qué quieres de mí?
—No quiero nada. Solo que te quedes.
Simón levantó la linterna, tembloroso. El haz atravesó su silueta; detrás de ella, en las paredes, comenzaron a aparecer marcas —círculos y espirales que brillaban débilmente.
—¿Qué es eso? —preguntó con la voz quebrada.
—Sellos —respondió ella—. Para que nada salga.
—¿Nada?
—Ni tú. Ni yo. Ni ellos.
Las sombras del pasillo se alargaron, juntándose en formas humanas. Voces lejanas comenzaron a susurrar, primero ininteligibles, después más claras.