La Casa de los Susurros

El espíritu de la niña

El aire en la casa se volvió más pesado, casi líquido. El fuego de la chimenea se extinguió lentamente, dejando un resplandor débil que apenas tocaba las paredes. Simón permanecía inmóvil, aún apoyado contra la puerta cerrada. Su respiración era el único sonido.

De pronto, algo cambió en la penumbra del pasillo. Una luz tenue, rojiza, apareció en lo alto de las escaleras. Era un destello intermitente, como el latido de un corazón.

Simón se incorporó con esfuerzo. El reflejo lo atraía, pero también lo llenaba de un miedo primitivo. Levantó la linterna caída y la encendió. El haz osciló entre polvo y sombras, hasta que finalmente la vio.

Una figura infantil se delineó entre la penumbra. Era la misma niña del retrato de la familia. Su piel pálida contrastaba con los cabellos oscuros y el mismo vestido blanco, aunque deteriorado, conservaba una pureza inquietante. Alzó la cabeza lentamente, y sus ojos, dos brasas encendidas, se fijaron en él. Su sonrisa era tan serena que dolía mirarla.

—Te he estado esperando —dijo con voz suave.

Simón sintió cómo el corazón le martillaba el pecho. —¿Quién… quién eres?

Ella dio un paso, el movimiento silencioso, como si no tocara el suelo. —Ya sabes quién soy.

—No… —balbuceó—. No puede ser… tú no eres real.

—Soy más real que tú —respondió, inclinando la cabeza a un lado—. Tú eres quien vino a buscarme.

Simón retrocedió hasta chocar contra la pared. El aire se enfrió de golpe, y una ráfaga de viento agitó las cortinas del pasillo.

—Solo vine a entender lo que ocurrió aquí —dijo él.

—Querías historias —replicó ella—. Decías que querías escribir la verdad, esta es la verdad, Simón.

El nombre en su boca sonó distinto, como si pesara.

Simón alzó la linterna, pero la luz se debilitó. —Quédate donde estás —ordenó, aunque su voz temblaba—. No te acerques.

Ella sonrió más, sin mostrar los dientes. —¿Por qué huir ahora? Te esperé tanto tiempo.

—Estás muerta —murmuró—. Esto… esto no puede estar pasándome.

—No estoy muerta —contestó—. Estoy aquí.

Las palabras se disolvieron en un susurro que vibró en las paredes. El reloj del pasillo comenzó a marcar una hora inexistente. Tic… tac… tic… tac.

Simón avanzó un paso hacia la escalera con cautela. —Dime qué quieres de mí.

Su voz era apenas audible.

—Nada que no me hayas prometido —respondió la niña, con una dulzura.

El pasillo pareció alargarse. Las luces parpadearon. A medida que ella descendía los escalones, las sombras tras de sí se volvían más altas, ondulantes, deformadas. Su vestido se movía como si flotara bajo el agua.

—No te acerques —repitió Simón, apuntando con la linterna.

—¿Por qué tiemblas? —preguntó ella—. Pensé que los hombres sin miedo eran los que escribían las mejores historias.

Simón contuvo el aliento. —No eres una historia.

—Lo soy. Y tú también.

Él retrocedió hasta el salón principal. Intentó llegar a la puerta de la cocina, pero el suelo vibró bajo sus pies. Algo se movía dentro de las paredes.

—No hay salida —dijo ella, acercándose poco a poco—. Las puertas no responden a tu voluntad.

Simón corrió hacia la entrada lateral. Giró el picaporte, pero no se movió. La golpeó con el hombro, sin éxito.

—¡Abre! —gritó desesperado.

Detrás de él, la voz de la niña fue un susurro helado. —No sirve de nada. La casa escucha. La casa decide.

Simón giró bruscamente. Ella estaba a solo unos pasos. Su rostro emanaba luz propia, pálida como el fuego muerto.

—Por favor —dijo él, bajando la linterna—. No quiero quedarme aquí.

—Yo tampoco quise —respondió ella—. Pero me prometieron que no estaría sola.

Sus ojos rojos se humedecieron, un brillo líquido cayendo por sus mejillas. —Cuando el fuego empezó, todos corrieron. Samuel me dejó. Tú también lo habrías hecho.

Simón respiró con dificultad. —Samuel… ¿dónde está él?

—Aquí —dijo ella—. Con los otros.

El silencio posterior se expandió por toda la casa. En algún lugar del techo, algo crujió, casi como un gemido.

Simón sintió el impulso de correr, pero sus piernas no respondían. La niña avanzó otro paso. Su sombra lo cubrió.

—Te he estado esperando —repitió—. Lo prometiste cuando tomaste mi retrato. Dijiste que me recordarías en tus libros, que la gente sabría lo que ocurrió.

—Eso fue hace años —susurró él.

—El tiempo no termina aquí —contestó—. Todo se repite. Siempre.

El aire se llenó de un olor a hierro y ceniza. Simón miró alrededor. Las paredes del salón mostraban marcas oscuras y dibujos antiguos, símbolos de fuego, espirales y manos quemadas.

La niña levantó una mano. —¿Los ves? Todos intentaron salir.

Las sombras comenzaron a moverse. Se formaron figuras humanas, quietas, sin ojos. Algunas parecían acercarse lentamente por el pasillo.

Simón cayó al suelo. —Por favor… —dijo—. Dime qué puedo hacer.

La niña se inclinó lentamente, quedando frente a él. —Escuchar —susurró.

—¿Escuchar qué?

—Mi historia. La que nadie quiso oír.

Simón asintió débilmente. —Habla.

Ella cerró los ojos, y el aire tembló. Su voz se volvió doble, como si otras voces la acompañaran.

—Una noche, el viento entró como ahora. Mamá rezaba, papá gritaba mi nombre. Samuel jugaba con el fuego del salón. Yo reí. La risa fue lo último que escucharon antes del incendio. Dijeron que el cuerpo ya no estaba cuando apagaron las llamas. Pero seguí aquí. Siempre aquí. Esperando.

El silencio volvió a caer como ceniza.

—¿Por qué yo? —preguntó Simón con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué me elegiste?

—Porque escribes —respondió ella—. Porque das voz a los muertos.

Se agachó más. —Tú sabías que esta casa estaba viva. Querías probarlo.

Simón la miró sin saber qué decir. El miedo había cedido ante la impotencia.

—Entonces, escríbelo —dijo ella suavemente—. Pero no te vayas.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 29.10.2025

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