Elara retrocedió, su corazón latiendo con la fuerza de la marea que se desbordaba en el interior de la casa. El agua del jardín, antes un estanque tranquilo, burbujeaba con una furia inusual, mientras el jardinero, o "guardián", como se había autoproclamado, se acercaba. Su porte, antes regio, se había vuelto amenazante, y sus ojos, de un azul tan profundo como un abismo, parecían absorber la luz.
—Has despertado lo que no debía ser despertado —dijo, su voz ahora un susurro grave, casi inaudible sobre el estruendo del agua—. Por generaciones, mi familia ha contenido a la casa, manteniéndola dormida, apaciguada. Pero la llave... la llave lo ha liberado.
Elara miró la llave de agua en su mano. La flor de loto se había desvanecido, dejando un simple fragmento de hielo que goteaba sin cesar. El guardián se acercó más, y ella pudo ver los símbolos de agua, idénticos a los del mapa, tatuados en su cuello y manos. No era un simple jardinero, sino el guardián de un antiguo linaje.
—Ella se alimenta del desequilibrio, niña —continuó, señalando con la cabeza hacia el interior de la casa, donde el sonido de las cañerías se había vuelto ensordecedor—. Las filtraciones, los goteos, eran solo sus sueños, sus susurros. Pero ahora, con el corazón expuesto, el agua la consume, y si no la detenemos, se llevará toda la ciudad con ella.
Elara, asustada pero con una determinación creciente, se negó a soltar la llave.
—¿Y qué es ella? —preguntó, la voz temblorosa pero firme—. ¿La casa? ¿Un espíritu?
El guardián sonrió amargamente.
—Ella es el corazón de la tierra misma —respondió—. Hace siglos, un manantial de pura energía elemental se manifestó aquí, y los primeros guardianes construyeron la casa como una prisión, para contener su poder. Las cañerías no eran para el agua, sino para su sangre, para que fluyera sin desbordarse. La flor de loto que viste es el símbolo de su letargo, pero ahora has cortado su sueño.
Elara comprendió. La casa no era una estructura, era un ser vivo. Y los problemas de agua no eran errores, eran pulsos de vida. La canilla que goteaba, la filtración en la pared, eran sus suspiros, sus latidos, sus intentos de comunicarse. El remolino en el fregadero no era un simple capricho; era un grito. Con la llave en su mano, había liberado su grito de forma total. El guardián, por su parte, se movió con una agilidad sorprendente para su edad y extendió la mano hacia el sótano. Las cañerías, obedeciéndole, se retorcieron, y las tuberías del exterior se llenaron con un torrente de agua que subía por la mansión, como una marea silenciosa.
—Dame la llave —exigió el guardián, sus ojos brillando con una luz azul—. Es lo único que puede volver a sellarla.
Pero Elara, mirando las paredes de la casa, que ahora empezaban a rezumar agua, no confiaba en él. ¿Era realmente un guardián o el verdugo de la casa? Corrió, esquivándolo, y se refugió en la biblioteca. El goteo de las cañerías ahora sonaba como una cascada, y los libros de los estantes estaban húmedos. Elara se dio cuenta de que no podía detener el diluvio, pero quizás podía comunicarse con la casa misma. Si era un ser vivo, debía tener una conciencia.
Tomando el libro de piel de pez, que seguía seco a pesar de la humedad circundante, buscó la página del mapa y la empapó con el agua de la llave. El mapa se iluminó, no con líneas azules, sino con un rojo brillante que mostraba una arteria, una vena principal que latía con una luz roja. La vena llevaba a un pozo central en el sótano, la fuente de toda la energía. La nota del diario había revelado el “corazón de la casa”, pero la casa no estaba en el sótano, estaba en el pozo. Y en el mapa, una nota con letra temblorosa: “El Guardián miente. Él busca el poder, no el silencio.”
Un golpe fuerte resonó en la puerta de la biblioteca, seguido por el sonido de las cañerías rompiéndose. El guardián estaba detrás de ella. Con el miedo consumiéndola, Elara entendió. El hombre no quería proteger la casa, quería drenar su energía. Él era el verdadero guardián del abismo, y el abismo estaba en su interior. La llave no sellaría el poder del agua, sino que lo entregaría a quien la poseyera. No podía permitir que eso sucediera.
Con el pozo como su único objetivo, Elara salió corriendo de la biblioteca, el agua ya le llegaba a los tobillos. El guardián la persiguió, sus pasos pesados y llenos de furia. La mansión, que antes le había parecido un ser dormido, ahora era un monstruo que se ahogaba, y ella era la única que podía salvarla. O perecer con ella.