Elara se precipitó por los pasillos de la casa, sintiendo el frío glacial del agua que subía por encima de sus tobillos. La mansión, una vez majestuosa y quieta, se había convertido en un laberinto de agua y sombras. El sonido de los pasos del guardián resonaba detrás de ella, mezclándose con el estruendo de las cañerías que se rompían bajo la presión. La luz de su teléfono apenas iluminaba el camino, pero ya no era necesario. El agua misma emitía un brillo azul fantasmal, una luz que provenía de la llave que aún sostenía.
Mientras corría, el agua se elevaba, cubriendo sus rodillas. Los objetos flotaban a su alrededor: libros antiguos, fotografías familiares, un piano de cola que parecía navegar por el pasillo. La casa se transformaba en un vasto océano interior. Elara sentía la presencia del agua, no como una fuerza inerte, sino como una conciencia que se retorcía de dolor. El guardián, a quien su tía abuela había llamado “el verdugo”, estaba drenando la vitalidad de la casa, y el diluvio era el grito de agonía de la criatura. El poder del agua no estaba destinado a ser poseído, sino a fluir libremente.
Llegó a la escalera de caracol que bajaba al sótano, ahora un torbellino en miniatura. Se agarró a la barandilla de hierro y descendió, con el agua intentando arrastrarla hacia abajo. El guardián gritó desde arriba, pero Elara no se detuvo. El pozo, el verdadero corazón de la casa, era su única esperanza. En el fondo del sótano, el agua se acumulaba, creando un lago turbulento. La luz azul de su llave la guio a través de la oscuridad, hasta un pilar central donde un círculo de piedra con el símbolo de la ola marcaba la entrada al pozo. Era una espiral, un remolino que giraba sobre un abismo oscuro, sin fondo, de donde emanaba un poder inmenso.
El guardián apareció en la cima de la escalera, y con un gesto de la mano, el agua del sótano se agitó. El remolino se aceleró, y las burbujas estallaron con un sonido estrepitoso. Elara se aferró al pilar, sabiendo que si caía, sería absorbida por el pozo.
—Dame la llave, niña —gritó el guardián, su voz resonando en las profundidades—. La casa me eligió a mí, no a ti. Con su poder, no seré solo el guardián. Seré el amo del agua.
Elara comprendió que el guardián no era un simple protector, sino un usurpador. Su tía abuela no había huido de la casa por miedo, sino para evitar que el guardián se apoderara de su poder. La única forma de detenerlo no era sellar el pozo, sino liberarlo. Con una valentía que no sabía que tenía, levantó la llave de agua, sintiendo la energía del agua vibrar en su mano. Sabía que no podía enfrentarlo sola, pero la casa le estaba mostrando un camino.
En un acto de fe, Elara empujó la llave hacia el remolino. El guardián, viendo lo que intentaba hacer, gritó y lanzó una onda de choque de agua que la hizo volar, pero ya era tarde. La llave se disolvió en el remolino, y el pozo, en lugar de cerrarse, se abrió, liberando una columna de agua brillante que se elevó hacia el techo, atravesando el sótano y subiendo por la escalera. El guardián, golpeado por la fuerza del torrente, se precipitó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra la pared. El agua de la casa ya no era turbulenta. Ahora brillaba con una luz dorada y era pura.
Elara se puso de pie, asombrada. El agua del pozo, ahora un río tranquilo, fluía a su alrededor, y el silencio había regresado, pero era un silencio diferente, uno que no era de muerte, sino de paz. La casa, el ser de agua, la había aceptado. El guardián estaba inconsciente, pero Elara sabía que no había terminado. El poder del agua fluía libremente, y ella, su nueva guardiana, tenía que encontrar una forma de guiarlo para evitar que destruyera todo a su paso. La marea estaba ascendiendo, pero esta vez, ella estaba al mando.