Elara observaba, hipnotizada, cómo la columna de agua dorada se elevaba desde el pozo, atravesando el techo del sótano y subiendo por la mansión. Ya no era un torrente de destrucción, sino un río de luz líquida, una manifestación de poder puro y sereno. El guardián yacía inconsciente en el suelo, derrotado por la misma fuerza que intentaba controlar. Elara sabía que no podía perder tiempo. El pozo estaba abierto, y la energía, ahora libre, debía ser guiada.
Las paredes de la casa, antes llenas de grietas y humedad, se sellaban por sí mismas, como si una herida estuviera cicatrizando. Las cañerías, que antes chirriaban y goteaban, se calmaron, y el agua que se había acumulado en los pasillos de la casa comenzó a fluir de vuelta hacia el pozo. Era un proceso de curación, una respiración profunda de la casa que se regeneraba. Pero la columna de agua dorada seguía ascendiendo, y Elara supo que si no la guiaba, el poder se desbordaría, no por la casa, sino por el mundo.
Recordando el diario de su tía abuela, Elara buscó en su mente las pistas sobre cómo interactuar con el agua. El diario no hablaba de controlar, sino de fluir con ella. Tomó una respiración profunda y se acercó al pozo, extendiendo sus manos. No intentó forzar el agua, sino que dejó que su propia energía se fusionara con la del torrente dorado. Al instante, sintió una conexión profunda, como si el agua y su propia conciencia fueran uno. Pudo ver las corrientes, los remolinos y las rutas de flujo del agua a través de la casa. Cerró los ojos y se concentró en el jardín.
Visualizó el agua fluyendo hacia el exterior, irrigando la tierra, calmando la furia de la fuente. Cuando abrió los ojos, la columna de agua dorada había cambiado de dirección, fluyendo por una cañería invisible hacia el exterior. En el jardín, la fuente, que antes burbujeaba con ira, se llenó de un agua clara y cristalina que brillaba con luz propia. El césped, que había estado marchito, recuperó su verdor al instante.
Pero la batalla no había terminado. El guardián se levantó, su rostro marcado por la rabia y la derrota. A diferencia de Elara, él no intentaba fluir, sino controlar. Con un rugido de furia, golpeó el suelo, y el agua de la fuente del jardín se elevó, formando un látigo que se movía hacia Elara. Con un pensamiento rápido, Elara hizo que el agua de la casa se levantara también, creando un escudo que bloqueó el ataque. La lucha no era de fuerza física, sino de voluntad y conexión con el agua. El guardián usaba el agua como un arma, mientras que Elara la trataba como una extensión de sí misma.
La confrontación final fue un baile de elementos. El guardián creaba espadas de agua, Elara las deshacía con un simple pensamiento. Él levantaba muros de agua para atraparla, ella los derribaba con el poder de la corriente. Al final, agotado por la resistencia del agua, el guardián lanzó un último ataque desesperado, un poderoso chorro de agua directo hacia el pozo, con la intención de contaminar la fuente. Pero Elara, concentrándose con todas sus fuerzas, hizo que la corriente se desviara, rodeando al guardián y encerrándolo en una esfera de agua pura.
El guardián se debatió, pero la esfera era irrompible. Su furia se reflejaba en el agua, pero el líquido se mantenía puro, rechazando su maldad. Finalmente, con un último y desesperado intento, el guardián se rindió, y la esfera se disolvió, dejando al hombre empapado, pero derrotado.
Elara se acercó al guardián, que ahora la miraba con una mezcla de odio y resignación. Ella no quería humillarlo, pero sabía que no podía dejarlo libre. El agua que lo había encarcelado ahora fluía alrededor de sus tobillos, sujetándolo en su lugar. Él se había convertido en un prisionero de la casa. Elara, la nueva guardiana, había triunfado, no por la fuerza, sino por la conexión y el entendimiento. La casa, el ser de agua, había elegido a su protector, y esa protectora era ella.