La casa del susurró

La Casa del Susurro Capítulo 1: La verja oxidada

Clara Morel jamás creyó en fantasmas. Era historiadora, especializada en arquitectura del siglo XIX, y su vida transcurría entre archivos polvorientos, planos olvidados y cafés solitarios. Pero había algo en la mansión Delacroix que la inquietaba desde niña. No era miedo. Era una atracción inexplicable, como si la casa la llamara desde el otro lado del tiempo.

La mansión se alzaba en las afueras de Saint-Adèle, un pueblo canadiense donde el otoño parecía eterno. Cada año, cuando octubre llegaba a su fin, la niebla se espesaba alrededor de la propiedad, cubriendo el jardín como un sudario. Los lugareños evitaban pasar cerca, especialmente la noche de Halloween. Decían que la casa susurraba. Que si te acercabas demasiado, podías oír tu nombre entre las hojas.

Clara había escuchado esas historias desde pequeña, contadas por su abuela entre cucharadas de sopa caliente y miradas furtivas a la ventana. Pero ahora, con treinta y dos años y una tesis por terminar, decidió que era hora de enfrentarse al mito. No por valentía, sino por necesidad. La historia de Isadora Delacroix, la última heredera, era el capítulo perdido de su investigación. Y la única forma de completarlo era entrar en la casa.

La verja oxidada cedió con un gemido metálico. Clara se estremeció. El aire estaba húmedo, cargado de un aroma dulzón que no lograba identificar. El jardín estaba cubierto de hojas secas, y los árboles parecían inclinarse hacia ella, como si quisieran susurrarle secretos. La linterna que llevaba en la mochila proyectaba un haz tembloroso. La noche era densa, y el silencio, absoluto.

La puerta principal estaba entreabierta. Clara dudó. No había viento, y sin embargo, la madera crujía como si respirara. Empujó con suavidad. El interior estaba oscuro, pero no completamente. Una luz tenue, imposible de identificar, parecía emanar de las paredes mismas. El vestíbulo estaba cubierto de polvo, pero los muebles permanecían intactos, como si alguien los hubiera limpiado recientemente. Retratos antiguos colgaban de las paredes, y sus ojos pintados seguían cada movimiento de Clara con una intensidad inquietante.

Subió las escaleras con cautela. Cada peldaño parecía quejarse bajo su peso, como si la casa protestara por su presencia. En el segundo piso, un pasillo largo se extendía hacia la oscuridad. Puertas cerradas a ambos lados, excepto una, al fondo, que estaba entreabierta. Clara avanzó, sintiendo cómo el aire se volvía más frío con cada paso.

La habitación era una biblioteca. Miles de libros cubrían las paredes, algunos encuadernados en cuero, otros en tela desgastada. En el centro, un escritorio antiguo, y sobre él, un diario con la tapa roja. Clara se acercó. El cuero estaba caliente al tacto, como si alguien lo hubiera dejado allí hace apenas unos minutos.

Lo abrió.

> “31 de octubre de 1925. Esta noche, él vendrá por mí. Me prometió amor eterno. Pero temo que su amor no entiende de libertad.”

Clara frunció el ceño. La letra era delicada, femenina. Isadora. No había duda. Pasó las páginas con cuidado. Relatos de sueños extraños, de voces en la noche, de un hombre sin rostro que la visitaba en sus pensamientos. Un pacto. Un ritual. Un sacrificio.

Las paredes comenzaron a susurrar.

No palabras. Solo su nombre.

—Clara… Claaara…

Giró sobre sí misma. No había nadie. Pero el diario seguía escribiéndose solo. La tinta brotaba como sangre fresca.

> “Ella ha venido. Tiene fuego en el alma. Él la quiere. Él la elegirá.”

La linterna parpadeó. La puerta se cerró de golpe. Clara corrió hacia ella, pero no se movía. El susurro se volvió un canto. Un lamento. Un hechizo.

Y entonces lo vio.

Una figura alta, vestida de negro, con ojos como pozos sin fondo. No tenía rostro, pero su presencia llenaba la habitación como una sombra viva. Sonrió. No tenía boca.

—Bienvenida, Clara —dijo sin hablar—. La casa te ha aceptado.

Clara retrocedió, pero sus pies no respondían. El diario cayó al suelo, y las páginas se abrieron como alas. Imágenes comenzaron a surgir: Isadora, vestida de blanco, rodeada de velas negras. Un círculo de símbolos arcanos. Un espejo que no reflejaba nada.

La figura se acercó. Clara sintió que el aire se volvía denso, como si respirara agua. Su corazón latía con fuerza, pero no por miedo. Por reconocimiento. Algo dentro de ella despertaba. Algo antiguo. Algo que no era suyo.

—¿Quién eres? —logró preguntar, con voz temblorosa.

—Soy el guardián. El amante. El eco. Soy lo que queda cuando el deseo se vuelve eterno.

La biblioteca comenzó a temblar. Los libros se abrían solos, sus páginas volando como aves asustadas. Clara cayó de rodillas. El diario se cerró de golpe, y la figura desapareció.

La puerta se abrió.

Clara salió corriendo, bajó las escaleras, cruzó el vestíbulo y salió al jardín. La niebla la envolvió. El aire era más frío. La verja estaba cerrada. No recordaba haberla cerrado.

Al mirar atrás, la casa estaba en silencio. Pero en su mente, los susurros continuaban.

> “Él la quiere. Él la elegirá.”

Y Clara supo que no había terminado. Que la historia de Isadora no era solo un capítulo perdido. Era una advertencia. O una invitación.

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