Clara no recordaba cómo había llegado a casa. Solo que la niebla la había envuelto, que sus pasos eran guiados por una fuerza invisible, y que al cruzar la verja, la mansión se había desvanecido entre sombras. Pero el diario… el diario estaba en su mochila. Lo había traído consigo.
Lo colocó sobre la mesa de la cocina, temblando. La tapa roja parecía latir, como si tuviera pulso. No se atrevía a abrirlo. No aún. Se preparó un té, pero no lo bebió. Se sentó frente al diario y lo observó durante horas, como si esperara que se moviera solo.
A las tres de la madrugada, lo abrió.
Las páginas estaban en blanco.
Excepto una.
> “El fuego ha cruzado el umbral. El ciclo comienza. El espejo debe abrirse.”
Clara sintió un vértigo repentino. Se levantó, tropezó con la silla y corrió al baño. Se miró en el espejo. Su reflejo estaba allí… pero algo no encajaba. Sus ojos eran más oscuros. Su piel, más pálida. Y detrás de ella, por un instante, vio la biblioteca.
Parpadeó. Ya no estaba.
Volvió a la cocina. El diario seguía abierto, pero ahora había otra página escrita.
> “Isadora fue la primera. Tú eres la última. El guardián no olvida. El guardián no perdona.”
Clara buscó en sus archivos. Tenía copias de cartas antiguas, fotografías, registros de la familia Delacroix. En una imagen de 1890, aparecía Isadora de niña, junto a su madre. Pero lo que la hizo detenerse fue la mujer al fondo, apenas visible, con un vestido oscuro y una expresión familiar.
Era ella.
O alguien idéntico a ella.
Clara sintió que el aire se volvía espeso. Su teléfono vibró. Un mensaje sin número.
> “El espejo está abierto. Vuelve.”
No podía ignorarlo. Al amanecer, volvió a la mansión.
La verja se abrió sola.
La niebla era más densa. El jardín parecía más vivo. Las hojas se movían sin viento. La puerta principal estaba cerrada, pero al tocarla, se desvaneció como humo.
Dentro, todo había cambiado.
La biblioteca estaba iluminada por velas negras. El diario flotaba en el aire, girando sobre sí mismo. Y frente a él, un espejo ovalado, con marco de plata, que no estaba allí la noche anterior.
Clara se acercó. Su reflejo la miraba… pero no imitaba sus movimientos.
—¿Quién eres? —susurró.
El reflejo sonrió.
—Soy lo que fuiste. Lo que serás. Lo que él quiere.
La figura del guardián apareció detrás del espejo. Esta vez tenía rostro. Era hermoso. Terrible. Inhumano. Sus ojos eran galaxias muertas. Su voz, un canto de funeral.
—Isadora me prometió su alma. Tú me darás tu fuego.
Clara retrocedió. El diario cayó al suelo. Las páginas se abrieron y comenzaron a arder sin consumirse.
—¿Qué quieres de mí?
—Quiero que recuerdes. Que despiertes. Que aceptes.
El espejo brilló. Clara vio escenas que no eran suyas: rituales antiguos, mujeres vestidas de blanco, sacrificios bajo lunas rojas. Y en todas, una figura como ella. Siempre elegida. Siempre marcada.
El guardián extendió la mano.
—El ciclo se completa. El fuego debe arder.
Clara sintió que su cuerpo se desvanecía. Que su alma era arrastrada hacia el espejo. Pero en el último instante, gritó.
—¡No!
El espejo se rompió. El guardián desapareció. La biblioteca se oscureció. Y Clara cayó al suelo, jadeando.
El diario estaba cerrado. La tapa, fría.
Pero en su brazo, había una marca.
Un símbolo antiguo.
El mismo que llevaba Isadora en su diario.
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