Clara despertó con el brazo ardiendo. La marca que había aparecido la noche anterior brillaba débilmente, como si respirara. Era un símbolo antiguo: un círculo rodeado por runas que no reconocía, pero que sentía como parte de sí. La casa había dejado huellas en su cuerpo… y algo más en su mente.
Pasó la mañana revisando los archivos que había recopilado sobre la familia Delacroix. Entre cartas, fotografías y registros, encontró una referencia que antes había ignorado: La Orden del Umbral. Una sociedad secreta que, según rumores, protegía el equilibrio entre el mundo físico y el espiritual. Isadora había sido su última iniciada. Y Clara… ¿su sucesora?
En una carta fechada en 1902, Isadora escribía:
> “El guardián no es un demonio. Es un eco. Un deseo que tomó forma. Mi madre lo invocó por amor. Yo lo heredé por sangre. Pero el fuego no se hereda. Se despierta.”
Clara sintió que el diario rojo, aún sobre su mesa, vibraba. Lo abrió. Una nueva página había aparecido.
> “Busca a los que recuerdan. El espejo fue solo el principio. El fuego debe elegir.”
Ese mismo día, Clara recibió un correo electrónico sin remitente. Solo decía: “Saint-Adèle. Cementerio viejo. Medianoche.”
No sabía por qué, pero fue.
El cementerio estaba envuelto en niebla. Las lápidas parecían susurrar nombres olvidados. Y allí, bajo un roble seco, la esperaba una mujer de cabello blanco y ojos dorados. Se llamaba Élise, y dijo haber sido amiga de Isadora… aunque no había envejecido un día desde 1925.
—La casa te eligió —dijo Élise—. Pero tú puedes elegir tu destino. El guardián no es el único que recuerda. Nosotros también.
Clara la siguió hasta una cripta oculta. Dentro, había símbolos idénticos al de su brazo, y un mural que mostraba a varias mujeres rodeadas de fuego, enfrentando una sombra sin rostro. Élise explicó que cada generación nacía una “portadora del fuego”, capaz de romper el ciclo del guardián. Pero todas habían fallado. Todas, excepto Clara… si lograba despertar por completo.
—¿Y cómo lo hago? —preguntó Clara.
—Debes entrar en el corazón de la casa. Donde el pacto fue sellado. Donde Isadora ofreció su alma.
Esa noche, Clara volvió a la mansión. Esta vez, no estaba sola. Élise y dos miembros de la Orden la acompañaban. Al cruzar la verja, la niebla se abrió como un velo. La casa los recibió en silencio.
En el sótano, detrás de una pared falsa, encontraron una sala circular. Velas negras encendidas. Un espejo roto. Y en el centro, un círculo de sangre seca.
Clara entró.
El guardián apareció. Su rostro era el de todos los que había amado. Su voz, la de todos los que había perdido.
—¿Vienes a romper el ciclo? —preguntó.
—Vengo a elegir —respondió Clara.
El fuego de su brazo se extendió por su cuerpo. Las runas brillaron. El guardián gritó. La casa tembló. Las paredes comenzaron a desmoronarse. Pero Clara no se movió.
—No soy tuya. No soy de nadie. Soy el fuego. Soy el fin.
Con un grito, Clara liberó una llamarada que envolvió al guardián. Élise y los demás protegieron el círculo. El espejo se reconstruyó. Y dentro de él, Isadora apareció… sonriendo.
La casa se apagó.
El silencio volvió.
Clara salió al jardín. El amanecer comenzaba. La niebla se disipaba.
Pero en su interior, el fuego seguía ardiendo.
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