El amanecer bañaba Saint-Adèle con una luz pálida, pero Clara no sentía calor. Desde que rompió el pacto en el sótano de la mansión, algo había cambiado. La marca en su brazo ya no brillaba: ardía. No como una herida, sino como una señal viva, pulsante, que parecía responder a emociones que no eran suyas.
Élise la observaba desde el otro lado de la cocina, con una taza de té entre las manos.
—El fuego te ha aceptado —dijo—. Pero eso no significa que estés lista.
Clara no respondió. En su mente, el rostro del guardián seguía apareciendo. No el rostro sin boca que vio la primera vez, sino el que tomó forma humana en el sótano: hermoso, terrible, familiar. Como si lo hubiera amado en otra vida.
—¿Qué era eso? —preguntó finalmente—. ¿Por qué parecía… humano?
Élise dejó la taza sobre la mesa.
—Porque lo fue. Hace siglos. Antes de convertirse en lo que es ahora. El guardián fue un hombre que deseó tanto, que su deseo se volvió carne. Pero el deseo sin límite corrompe. Y ahora, él no ama. Él consume.
Clara sintió un escalofrío. El fuego en su brazo respondió con un latido.
—¿Y por qué me eligió?
—Porque tú eres la última portadora. La última llama. Si tú caes, el ciclo se cierra… y él cruza el umbral.
Clara se levantó. No podía quedarse sentada. El diario rojo estaba sobre la repisa, cerrado. Lo había intentado quemar, enterrar, incluso sumergir en agua bendita. Pero siempre volvía. Como si fuera parte de ella.
Lo abrió.
Una nueva página había aparecido.
> “El guardián ha tomado forma. El espejo ha abierto otro. El fuego debe decidir a quién arde.”
Clara sintió que el aire se volvía denso. El espejo del baño comenzó a vibrar. Corrió hacia él. Su reflejo estaba allí… pero no estaba sola. Detrás de ella, una figura femenina, con ojos blancos y cabello de ceniza, la observaba.
—¿Quién eres? —susurró Clara.
La figura sonrió.
—Soy lo que viene después. Soy la llama que no obedece. Soy la hermana que no fue elegida.
El espejo se rompió. Clara cayó al suelo. Élise entró corriendo.
—¡Ya empezó! —gritó—. El espejo ha liberado a la otra.
—¿La otra?
—Cada portadora tiene un reflejo. Una sombra. Una posibilidad. Si el guardián no te consume, ella lo hará.
Clara se levantó. Su cuerpo temblaba, pero no de miedo. De poder.
—Entonces debo enfrentarla.
—No sola —dijo Élise—. Hay otros que recuerdan. Otros que arden.
Esa noche, Clara y Élise viajaron a Montreal, donde la Orden del Umbral tenía su sede secreta: una iglesia abandonada convertida en santuario. Allí, conoció a Lucien, un hombre de mirada intensa y voz grave, que decía haber soñado con Clara antes de conocerla.
—El fuego te habla —dijo—. Y yo… yo lo escucho.
Clara sintió una conexión inmediata. No era amor. Era reconocimiento. Como si sus almas compartieran un idioma antiguo.
Lucien la llevó a una sala de rituales. En el centro, un espejo cubierto por cadenas.
—Este es el espejo original —explicó—. El que fue usado por el guardián cuando aún era humano. Si lo miras, verás su verdadero rostro. Y el tuyo.
Clara se acercó. Las cadenas se rompieron solas. El espejo brilló.
Y allí estaban.
El guardián, con ojos de fuego.
La sombra, con sonrisa de hielo.
Lucien, con la marca del fuego en el pecho.
Y Clara… dividida entre dos destinos.
El espejo habló.
> “El fuego debe elegir. El guardián o la sombra. El deseo o la destrucción.”
Clara cerró los ojos. El fuego en su brazo se extendió por su cuerpo. Sintió cada vida que había ardido antes que ella. Cada mujer que había sido elegida. Cada alma que había caído.
Y entonces, abrió los ojos.
—No elegiré entre ustedes. Yo soy el fuego. Yo soy el guardián. Yo soy la sombra. Y yo decido qué arde.
El espejo estalló. La iglesia tembló. Lucien cayó de rodillas. Élise gritó.
Y Clara… Clara se elevó.
Su cuerpo brillaba como una estrella oscura. Su voz era viento. Su mirada, llama.
El ciclo no se cerró.
Se rompió.
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