El fuego no se apagó.
Desde que Clara rompió el espejo ancestral, su cuerpo no volvió a ser el mismo. Ya no era solo una portadora: era el fuego encarnado. Su sangre ardía con memorias que no eran suyas, y su sombra proyectaba símbolos que danzaban sobre las paredes. La Orden del Umbral la observaba con reverencia… y con temor.
Lucien, el hombre que había soñado con ella antes de conocerla, se convirtió en su guardián humano. No por mandato, sino por vínculo. Cada vez que Clara se acercaba, el fuego en su pecho respondía. No hablaban de amor, pero lo sentían. Como si sus almas se hubieran buscado durante siglos.
—El espejo no solo liberó tu poder —le dijo Élise—. También abrió el umbral. Y lo que viene… no pertenece a este mundo.
Clara sabía que no podía quedarse en Montreal. La mansión Delacroix había sido el epicentro, pero ahora el eco se expandía. En otras ciudades, otras casas comenzaban a susurrar. El ciclo estaba roto, sí. Pero el equilibrio también.
La Orden convocó a sus miembros más antiguos. En una reunión secreta bajo la catedral de piedra, se reveló lo que nadie quería admitir: el guardián había tomado forma humana. No como antes, en sombras. Ahora caminaba entre ellos.
Su nombre era Aurelien.
Un hombre de belleza imposible, con ojos que cambiaban de color según la emoción. Se hacía pasar por artista, pero sus obras eran espejos disfrazados de lienzos. Cada pintura abría una grieta entre mundos. Y cada exposición era un ritual.
Clara lo encontró en París.
Entró a su galería sin anunciarse. Las paredes estaban cubiertas de retratos… todos de ella. En distintas épocas. En distintas vidas.
—Sabía que vendrías —dijo Aurelien, sin girarse—. El fuego siempre regresa a su origen.
Clara sintió que el aire se volvía más denso. Lucien, a su lado, apretó los puños.
—No eres humano —dijo Clara.
—No. Pero tampoco soy lo que era. Tú me rompiste. Y ahora… soy libre.
Aurelien se giró. Su rostro era el mismo que Clara había visto en sueños. El mismo que había amado sin saber por qué. El mismo que había temido.
—¿Qué quieres? —preguntó Lucien.
—Quiero que el fuego me elija. Que arda conmigo. Que no me destruya… sino que me complete.
Clara tembló. No por miedo. Por deseo. Por confusión. Por una memoria que no era suya, pero que la llamaba.
—No puedo elegir entre ustedes —dijo—. Porque no soy parte de este juego. Yo soy el tablero. Yo soy el fuego. Y el fuego no se somete.
Aurelien sonrió.
—Entonces que arda todo.
La galería explotó en luz. Los espejos se rompieron. Las pinturas sangraron. Clara extendió los brazos. El fuego salió de su cuerpo como una tormenta solar. Lucien la protegió. Aurelien se desvaneció.
Pero no murió.
Solo se fragmentó.
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Esa noche, Clara soñó con Isadora.
—No lo destruiste —dijo la voz—. Lo dividiste. Y ahora, cada fragmento buscará su reflejo.
Clara despertó con una nueva marca en la espalda. Un símbolo que no estaba en los libros. Élise lo reconoció.
—Es el sello del Umbral. El que solo aparece cuando el fuego se convierte en guardiana.
—¿Guardiana de qué?
—Del equilibrio. Del deseo. De la frontera entre mundos.
Lucien la tomó de la mano.
—No estás sola.
Clara lo miró. Por primera vez, sintió que el fuego no era una carga. Era una promesa.
Pero en algún lugar, en alguna ciudad, un espejo se encendía.
Y el susurro volvía a comenzar.
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