El fuego no se apagaba.
Desde que Clara rompió el espejo ancestral y enfrentó a Aurelien, el guardián fragmentado, el mundo había comenzado a cambiar. Casas que nunca habían susurrado ahora lo hacían. Espejos que solo reflejaban comenzaban a mostrar posibilidades. Y Clara, convertida en guardiana, sentía cada grieta como una punzada en su pecho.
La Orden del Umbral activó sus redes en todo el mundo. Élise, ahora su consejera, le entregó un mapa que no mostraba rutas, sino pulsos: lugares donde el fuego vibraba, donde el equilibrio se rompía. París, Praga, Buenos Aires, Kyoto. Clara debía viajar. No para cerrar portales, sino para encontrar a los otros.
—¿Otros portadores? —preguntó Lucien, mientras preparaban sus cosas.
—No solo portadores —respondió Élise—. Reflejos. Sombras. Fragmentos del guardián que buscan cuerpo. Si Clara no los encuentra primero, ellos la encontrarán a ella.
El primer destino fue Praga.
La ciudad estaba cubierta por una niebla que no era meteorológica. En el barrio de Malá Strana, una casa abandonada susurraba en latín. Clara entró sola. En el sótano, encontró a una niña de doce años, dormida en un círculo de sal. Su nombre era Anya, y tenía la marca del fuego en la espalda.
—No sé quién soy —dijo al despertar—. Pero soñé contigo. Y con él.
Clara la llevó con la Orden. Anya era una portadora incompleta. Su fuego había sido sellado por su madre, una bruja que había muerto protegiéndola del guardián. Clara sintió una conexión profunda. No maternal. Espiritual.
—Ella es parte de ti —dijo Lucien—. Como si el fuego se dividiera para sobrevivir.
En Buenos Aires, encontraron a Mateo, un joven artista que pintaba escenas que aún no habían ocurrido. Sus cuadros mostraban a Clara enfrentando una figura de hielo. La sombra. Su reflejo.
—Ella viene —dijo Mateo—. Y no quiere tu fuego. Quiere tu forma.
En Kyoto, Clara enfrentó a un fragmento del guardián que había poseído a un monje. La batalla fue silenciosa, espiritual. Clara usó el fuego no para destruir, sino para purificar. El monje despertó llorando, y le entregó un espejo antiguo que no reflejaba rostros, sino intenciones.
—Este te mostrará quién miente —dijo—. Pero no quién ama.
Clara y Lucien se acercaban más. Cada noche, compartían sueños. Cada día, compartían heridas. Pero el fuego entre ellos no era solo pasión. Era destino. Y eso los aterraba.
—¿Y si no somos libres? —preguntó Clara una noche, en un hotel de piedra en Lisboa.
—Entonces que el fuego nos queme juntos —respondió Lucien.
El mapa los llevó a una ciudad que no existía en ningún registro: Eidolon, una dimensión paralela donde el tiempo no fluía, y las casas susurraban en lenguas muertas. Allí, Clara enfrentó a la sombra completa: una versión de sí misma, sin amor, sin memoria, sin humanidad.
—Tú elegiste sentir —dijo la sombra—. Yo elegí sobrevivir.
La batalla fue brutal. No de cuerpos, sino de almas. Clara casi pierde. Pero Anya, Mateo y Lucien intervinieron. Juntos, formaron un círculo de fuego. La sombra gritó. El mundo tembló.
Y Eidolon se cerró.
Clara despertó en la mansión Delacroix. La niebla había desaparecido. El diario rojo estaba en su regazo. Abierto. Escrito.
> “El fuego eligió. El fuego arde. El fuego ama. El fuego es libre.”
Lucien estaba a su lado. Anya dormía en el sofá. Mateo pintaba en silencio.
Clara se levantó. Miró el espejo.
Y por primera vez, vio solo su reflejo.
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