La casa del susurró

La Casa del Susurro Capítulo 7: La casa que no existe

La paz fue breve.

Desde que Clara cerró el umbral de Eidolon, los susurros cesaron. Las casas encantadas se silenciaron. Los espejos dejaron de vibrar. Pero el fuego en su cuerpo no se apagó. Ardía con una intensidad nueva, como si presintiera algo que aún no había llegado.

Lucien lo notó primero.

—Tu fuego está inquieto —dijo una noche, mientras Clara dormía entre sueños que no eran suyos—. Como si buscara algo.

Clara despertó con una palabra en la boca: “Velmora.”

No era un lugar que conociera. No aparecía en mapas, ni en registros. Pero Élise, al escucharla, palideció.

—Velmora no existe —dijo—. O no debería. Es una casa que fue borrada del mundo por la Orden hace siglos. Una casa que susurra desde fuera del tiempo.

Clara sintió que el fuego respondía. No con miedo. Con hambre.

—Entonces debo ir.

La Orden se dividió. Algunos querían protegerla. Otros querían encerrarla. Y uno… uno la traicionó.

Bastien, un miembro antiguo, robó el espejo de Kyoto y lo llevó a Velmora. Quería abrir el umbral desde dentro, liberar a Aurelien por completo. No como fragmento. No como sombra. Sino como deseo encarnado.

Clara, Lucien, Anya y Mateo viajaron a un lugar que no estaba en ningún mapa. Velmora se encontraba entre montañas que no tenían nombre, rodeada por niebla que no obedecía al clima. La casa era inmensa, de arquitectura imposible, con pasillos que se doblaban sobre sí mismos y puertas que llevaban a recuerdos ajenos.

Al entrar, Clara sintió que el fuego se apagaba.

—Aquí no eres fuego —susurró la casa—. Aquí eres llama robada.

Lucien cayó de rodillas. Anya desapareció entre espejos. Mateo comenzó a pintar compulsivamente, como si su cuerpo fuera guiado por otra voluntad.

Y Aurelien apareció.

No como antes. No como sombra. Sino como hombre. Vivo. Real. Hermoso. Terrible.

—Gracias por abrirme —dijo a Bastien, que lo observaba con devoción—. Ahora el fuego será mío.

Clara lo enfrentó. Pero su poder no respondía. Velmora era una casa construida para apagar portadores. Para convertir fuego en ceniza.

—¿Por qué me elegiste? —preguntó Clara.

—Porque tú eres la única que puede amarme sin destruirme —respondió Aurelien—. Porque tú eres mi reflejo. Mi llama. Mi condena.

Lucien se levantó. Su pecho brillaba. El fuego en él no era de Clara. Era suyo. Bastien gritó. Aurelien rugió.

Y entonces, Anya regresó.

No como niña.

Como guardiana.

Su fuego era puro. No heredado. No fragmentado. Clara lo entendió: el fuego no era uno. Era muchos. Y juntos… podían arder sin consumir.

Mateo pintó un círculo. Élise apareció entre sombras. Bastien fue encerrado en un espejo. Aurelien intentó huir.

Pero Clara lo detuvo.

—No te destruiré —dijo—. Te recordaré. Como advertencia. Como deseo que no se controla.

Aurelien fue sellado en Velmora. La casa se cerró. El fuego volvió.

Clara, Lucien, Anya y Mateo regresaron a Saint-Adèle.

La mansión Delacroix estaba en silencio.

Pero el fuego… el fuego cantaba.

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