El silencio en Saint-Adèle era engañoso.
Desde el cierre de Velmora, Clara había regresado a la mansión Delacroix con Lucien, Anya y Mateo. La casa ya no susurraba, pero el fuego en Clara no se había apagado. Al contrario: se había vuelto más complejo. Más consciente. Como si tuviera voluntad propia.
La Orden del Umbral, debilitada por la traición de Bastien, se reconfiguró. Élise propuso algo nuevo: no una organización secreta, sino una red abierta de portadores. Clara sería su guía. No como líder, sino como maestra.
—El fuego no se impone —dijo Clara en la primera reunión—. Se ofrece. Se comparte. Se respeta.
Portadores de todo el mundo comenzaron a llegar. Algunos con marcas visibles. Otros con heridas invisibles. Clara los entrenaba en la biblioteca, en el jardín, incluso en los sueños. Porque el fuego ya no vivía solo en el cuerpo. Vivía en la memoria.
Lucien se convirtió en su compañero de enseñanza. No como sombra, sino como equilibrio. Su fuego era distinto: más estable, más terrenal. Juntos, mostraban que el fuego podía arder sin consumir.
Anya crecía rápido. Su poder era intuitivo, salvaje. Clara la veía como una hija, pero también como una sucesora. Mateo, por su parte, pintaba escenas que aún no habían ocurrido. Una de ellas mostraba a Clara dormida… y a Aurelien observándola desde un espejo.
—Él no está muerto —dijo Mateo—. Solo sueña. Y sueña contigo.
Clara comenzó a tener pesadillas. En ellas, caminaba por pasillos infinitos, rodeada de espejos que mostraban versiones distorsionadas de sí misma. En cada uno, Aurelien la llamaba. No con palabras. Con deseo.
Élise lo confirmó.
—El fuego que selló a Aurelien no fue definitivo. Él vive en el sueño. Y si sueñas con él… él puede regresar.
Clara decidió enfrentarlo.
Con ayuda de los portadores, creó un ritual para entrar en el sueño sin perderse. Lucien la acompañó. Anya protegía el círculo. Mateo pintó el umbral.
El sueño era una ciudad sin cielo. Las casas susurraban en idiomas que no existían. Y en el centro, Aurelien esperaba.
—No vine a destruirte —dijo Clara—. Vine a entenderte.
Aurelien sonrió. Su rostro era más humano. Más triste.
—Yo no soy maldad —respondió—. Soy deseo sin límite. Y tú… tú eres mi límite.
Clara se acercó. Tocó su rostro. El fuego en ella no ardió. Se iluminó.
—Entonces aprende. Cambia. Arde distinto.
Aurelien cerró los ojos. El sueño comenzó a desmoronarse. Clara lo abrazó. No por amor. Por compasión.
Al despertar, el fuego en ella era más claro. Más sabio.
La Orden celebró. No por victoria. Por equilibrio.
Clara escribió en el diario rojo, que ahora obedecía su voluntad.
> “El fuego no destruye. El fuego enseña. El fuego recuerda. El fuego ama.”
La mansión Delacroix se convirtió en escuela. En santuario. En faro.
Y cada Halloween, la casa susurraba.
Pero no con miedo.
Con esperanza.
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