La mansión Delacroix respiraba calma.
Desde que Clara selló a Aurelien en el sueño, los portadores se multiplicaron. La casa se convirtió en escuela, en refugio, en faro. Cada habitación tenía un propósito: meditación, entrenamiento, estudio, descanso. El fuego ya no era solo poder. Era lenguaje. Era vínculo.
Anya, ahora adolescente, dominaba su llama con una precisión que asombraba incluso a Élise. Mateo había comenzado a pintar sin necesidad de trance: sus obras eran profecías suaves, advertencias en óleo. Lucien y Clara compartían noches de silencio, donde el fuego entre ellos no ardía… brillaba.
Pero algo comenzó a cambiar.
Primero fue el olvido.
Un portador llamado Noah, que había llegado desde Oslo, comenzó a olvidar su entrenamiento. Luego, olvidó su nombre. Después, olvidó que tenía fuego.
—No es amnesia —dijo Élise, preocupada—. Es algo que lo está borrando.
Clara lo tocó. Su llama estaba intacta, pero envuelta en sombra. No una sombra como la de Eidolon. Algo más profundo. Más antiguo.
—¿Qué puede apagar el fuego sin tocarlo? —preguntó Lucien.
Mateo pintó una respuesta.
Un lienzo gris, sin forma. Solo una palabra escrita en el centro: “Nadie.”
Élise palideció.
—No es un nombre. Es una entidad. Un vacío. Un eco que vive en lo que no se recuerda. Fue sellado por la Orden hace siglos, no con fuego… sino con silencio.
Clara entendió. El fuego enseña, pero no puede quemar lo que no existe. Y “Nadie” era eso: ausencia encarnada. Una amenaza que no grita, no ataca, no invade. Solo borra.
La mansión comenzó a perder detalles. Retratos sin rostro. Libros sin texto. Portadores que olvidaban por qué estaban allí.
Clara decidió enfrentarlo.
Con ayuda de Anya, Lucien, Mateo y Élise, creó un ritual inverso: no para invocar, sino para recordar. Cada uno debía ofrecer un recuerdo que doliera. Que ardiera. Que no quisiera olvidar.
Anya ofreció el recuerdo de su madre, muriendo para protegerla.
Mateo ofreció el momento en que vio su reflejo por primera vez y no se reconoció.
Lucien ofreció el instante en que pensó que Clara lo dejaría por Aurelien.
Clara ofreció el día en que deseó no tener fuego.
El ritual funcionó.
“Nadie” apareció.
No como figura. Como ausencia. Como grieta en el aire. Como silencio que dolía.
—¿Por qué borras? —preguntó Clara.
No hubo respuesta.
—¿Qué quieres?
Nada.
—Entonces yo te daré lo que no puedes tener.
Clara se acercó. Abrazó la ausencia. Y recordó todo lo que había olvidado. Cada error. Cada miedo. Cada deseo que no dijo. El fuego en ella se volvió memoria. Y eso… eso “Nadie” no pudo borrar.
La mansión volvió a respirar.
Noah recordó su nombre.
Los retratos recuperaron sus rostros.
Los libros, sus palabras.
Clara escribió en el diario rojo:
> “El fuego no solo arde. El fuego recuerda. Y lo que se recuerda… no puede ser borrado.”
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